¡Llegaba tarde! En tres minutos, se sumergió en el baño, se maquilló, se puso el abrigo y las botas, y tomó el ascensor.
Lucía despertó sobresaltada, ya retrasada. Con rapidez asombrosa, logró arreglarse en instantes: se pintó los labios camino a la puerta, se ajustó el espejo con un vistazo rápido y se enfundó un gabán y unas botas de tacón. Tres minutos después de abrir los ojos, ya estaba en el ascensor.
Al salir a la calle, notó que una llovizna de septiembre caía sobre Madrid, pero no había tiempo de volver por el paraguas. El despertador había fallado, traicionero. Lucía corría para alcanzar el autobús, aterrada por la idea de faltar al trabajo. Su jefe, Don Gonzalo, era inflexible: un retraso equivalía a una falta, con la amenaza de perder el empleo.
Imaginando el día desastroso que le esperaba, Lucía ya había despedido mentalmente a sus clientes favoritos, su prima de fin de año y su último día de vacaciones. Los transeúntes, igual de apurados, parecían perdidos en sus propios problemas, indiferentes unos a otros. Todo era gris y sombrío, y la llovizna no ayudaba.
A unos metros de la parada, Lucía se detuvo en seco al ver un gatito empapado junto a un banco desgastado. Intentaba maullar, pero solo le salía un suspiro ahogado.
Dudó. ¿Seguir corriendo o ayudar al animalito? Decidió escuchar su corazón, sabiendo que, de todas formas, enfrentaría la ira de Don Gonzalo.
Al acercarse, notó que una de sus patitas estaba torcida.
¡Dios mío! ¿Quién te hizo esto?
Sin vacilar, lo envolvió en su bufanda blanca y corrió aún más rápido hacia el autobús. Lo llevaría a la oficina y decidiría después. Su corazón no le permitía abandonar al pequeño.
Intentó entrar al edificio sin llamar la atención, pero justo al llegar a la puerta número doce, se topó con Don Gonzalo.
¡Moreno! ¡Una hora tarde! ¿Dónde demonios estabas? ¿Quién va a hacer tu trabajo? ¡Esto es inaceptable!
Las preguntas la abrumaban. Temblando y sin palabras, sintió las lágrimas quemarle los ojos.
Mire logró decir, abriendo un poco su abrigo.
El gatito asomó su cabecita. Ya más calentito, dejó escapar un maullido débil.
Tenía la patita lastimada No podía dejarlo ahí solo bajo la lluvia
Las lágrimas le rodaban por las mejillas, las palabras se le enredaban y las manos le temblaban. Ya se veía recogiendo sus cosas en silencio, pero una mano cálida la detuvo. Don Gonzalo sacó su teléfono, anotó una dirección en un papel y se lo entregó.
Ve ahí ahora mismo. Que curen a ese pequeño.
Sorprendida, Lucía tomó el papel y guardó sus manos heladas en los bolsillos.
Y no vuelvas por aquí añadió él.
El corazón de Lucía se encogió, pero antes de que la desesperación la invadiera, Don Gonzalo continuó:
Hoy y mañana son tus días libres. Y espera una prima extra por tu compasión.
Todos conocían a Don Gonzalo como un hombre severo, pero en la clínica veterinaria, el asunto se resolvió rápido: la patita no estaba rota, solo era un esguince. Mientras el veterinario la vendaba, Lucía contó cómo había encontrado al gatito y la inesperada reacción de su jefe.
El veterinario, riendo, reveló que conocía a Gonzalo desde niños. Siempre había sido un héroe para los animales: rescatando cachorros de riachuelos, defendiendo gatitos de matones. De adulto, donaba parte de su sueldo a refuges, una costumbre que empezó con su primera beca.
Pero con las personas, Gonzalo era distante, especialmente después de perder a su familia. Esa revelación conmovió a Lucía, que pasó el resto del día pensando en cómo animarlo.
Esa noche, con el gatito ahora llamado *Peluso* ronroneando en su regazo, Lucía preparaba un rincón para él cuando sonó el teléfono. Era Gonzalo.
¿Cómo está nuestro paciente?
Sonrojada, Lucía le contó todo con entusiasmo y le agradeció. Él la invitó a cenar, y hablaron hasta tarde.
Lo que los unió fue el amor por los animales. Juntos cuidaron de Peluso, y pronto compartieron una pasión por rescatar criaturas necesitadas. Así terminó la soledad para Lucía y su nuevo amigo de cuatro patas, encontrando alegría en su mutua compañía.







