**Diario personal**
Últimamente noto que mi marido, Javier, llega cada vez más tarde del trabajo. La carga laboral ha aumentado, o eso dice. Hoy, después de acostar a los niñosLucía, Mateo y Sofía, me fui a la cocina a prepararme un té. Javier aún no había vuelto. Lleva semanas así, demasiado ocupado, demasiado ausente.
Trato de no agobiarlo con los problemas de casa. Después de todo, es él quien mantiene a la familia. Cuando nos casamos, decidimos que yo me encargaría del hogar y él del sustento. Con cada hijo, su alegría era inmensa. “No queremos parar”, decía. Pero yo estoy agotada de pañales, biberones y noches en vela. Decidí que era hora de hacer una pausa.
Anoche llegó pasada la medianoche, con un olor a alcohol que delataba su excusa: “Carmencita, estábamos todos cansados y fuimos a tomar algo para relajarnos”. Le sonreí, aunque me dolía. “Pobrecito, ¿te preparo algo de comer?” Pero él solo quería dormir. “No, cenamos unas tapas. Mejor descanso”.
Se acercaba el 8 de marzo, el Día de la Mujer. Le pedí a mi madre que cuidara de los niños y fui al centro comercial. Quería preparar una cena romántica, solo nosotros dos. También decidí comprarme algo. Hacía años que no gastaba en ropa para míme daba vergüenza pedirle dinero a Javier para eso. Mi último capricho fue un pijama, nada adecuado para una velada especial. Entré en una tienda y elegí unos vestidos para probar.
Mientras me probaba el segundo, escuché una voz familiar en el probador de al lado: “Mmm, ya quiero quitártelo”. Una risa femenina le respondió: “¡Espera, impaciente! Mejor elige algo para tu mujer”. Él soltó una carcajada. “¿Para qué? Está enterrada en los niños. A ellos les da igual lo que lleve, con que les dé de comer y les limpie el culo es suficiente. ¡Le regalaré una batidora! O una panificadoraque se alegre”.
Sentí un escalofrío. Proseguí en silencio, escuchando cada palabra. “Y si pregunta por el dinero, ¿qué le dirás?”, preguntó ella. “¿Por qué tendría que dar explicaciones? Yo trabajo, ella vive de mi esfuerzo. Le doy lo justo para la casa y punto”.
Los ruidos cesaron. Asomé la cabeza y los vi: Javier, pagando en caja con una rubia. Antes de salir, la besó en los labios sin importarle quién mirara.
“¿Señora, todo bien?”, preguntó la dependienta. Me di cuenta de que llevaba minutos paralizada. “Sí, sí, gracias. Me llevo estos vestidos”.
En casa, después de que mi madre se fuera y los niños durmieran, me senté a pensar. ¿Qué hacía ahora? No solo me había engañado, sino que menospreciaba todo lo que hacía por la familia.
Quería pedir el divorcio, pero me detuve. “Si lo hago, se irá con ella y yo me quedaré sola con tres niños. ¿La pensión? Será una miseria”.
Al anochecer, tomé una decisión. Javier llegó “temprano” esa noche. “Ya habrá tenido suficiente con su amante”, pensé fríamente. Todo el cariño que sentía por él se esfumó. Solo me preocupaba una cosa: si intentaría tocarme. Pero ni siquiera eso.
Al día siguiente, envié currículums. Semanas después, una empresa me llamóla misma donde trabajaba Javier. Dudé, pero fui. Tras la entrevista, me ofrecieron un puesto con horario flexible. El sueldo no era mucho, pero suficiente para empezar.
Volví a casa flotando. Mi madre, al verme tan contenta, me preguntó qué pasaba. “¡Mamá, Javier me engaña!”. Ella, incrédula, me hizo sentar. “¿Javier? ¡Si no hace más que trabajar!”. Le conté todo. “¿Y qué harás?”.
“Me divorcio. Ya tengo trabajo. Cuando los niños entren en la guardería, podré dedicarme full-time”. Ella asintió. “No te detendré. Si no te valora, es lo mejor. Yo te ayudaré con los niños”.
El 7 de marzo, Javier llegó tarde otra vez. Ni siquiera le pregunté. Él, extrañado, balbuceó: “Carmen, hoy hubo mucho trabajo”. Lo corté. “A dormir”.
Por la mañana, mientras desayunaba con los niños, Javier entró orgulloso con un regalo: una panificadora. “Para hacerte la vida más fácil, cariño”. Intentó besarme, pero me aparté. “Yo también tengo un regalo para ti”.
En el pasillo, señalé dos maletas. “Nos divorciamos. Ya no tienes que esconderte”. Él palideció. “¿Cómo lo sabes?”.
“En la tienda, cuando comprabas regalos para tu rubia. Y por cierto: dale la panificadora, no la quiero”.
Él estalló. “¿Te molesta que tenga a alguien joven y cuidada, no como tú? ¡Vives a mi costa! ¡Y no tienes derecho a cuestionar mis gastos!”.
“No me molesta”, dije en calma. “Largo”.
Al día siguiente, presenté los papeles del divorcio. Una semana después, mi suegra llamó a la puerta, gritando: “¡Eres una interesada! ¡Quieres arruinarlo! ¡Renuncia a la pensión!”.
“Él mantendrá a sus hijos, que tanto quiso. Si le sobra para su amante, problema suyo”.
“¡No podrás sola!”, escupió.
“Ya veremos”. La eché.
Meses después, los niños empezaron la guardería. Yo, a trabajar full-time. Un día, Javier se acercó a mi escritorio. “Hola, Carmen. ¿Hablamos?”.
“Lo siento, tengo mucho trabajo”, respondí sin mirarlo.
“¿Y si comemos juntos?”. Alzó la vista y vi a un hombre cansado, acabado. Sabía que la rubia lo había echado al enterarse de la pensión. Pero ya no me importaba.
“No, Javier. No hablaremos. Y no comeremos juntos”.






