Decidimos visitar a mis padres casi seis meses después de nuestra boda.

Decidimos visitar a mis padres casi medio año después de la boda. Sabía que sería una prueba, pero no imaginaba lo dura que sería. Nada más cruzar la puerta, mi madre nos recibió con una mirada fría y unas palabras que me helaron la sangre: “Aquí se trabaja, no se viene de fiesta”. Su tono sonaba a amenaza, como si no hubiéramos llegado a la casa familiar, sino a un campo de trabajos forzados.
Mi Carmen, con sus manos delicadas y aire de ciudad, de repente parecía tan frágil como una flor en medio del campo. Vi cómo apretaba mi mano con fuerza cuando mi madre le ordenó limpiar el pescado. “¡Alberto, es tu esposa, no una criada!”, quise gritar, pero me callé. Me callé porque sabía que cualquier protesta mía avivaría aún más el fuego.
Aquellos días en el pueblo se convirtieron en una pesadilla. Carmen trabajaba hasta altas horas de la noche, sus dedos temblaban del frío mientras fregaba los platos con agua del pozo. La veía morderse el labio para no llorar cuando mi madre la acusaba una y otra vez de vaga. “¡Nunca serás digna de mi hijo!”, resonaba en mi cabeza como una maldición. Y yo, allí quieto, como atado con cadenas invisibles a la tierra donde crecí.
Nuestras cenas eran de patatas hervidas y pescado, preparados por Carmen, pero mi madre ni siquiera se sentaba con nosotros. Observaba desde un rincón, como una sombra, esperando el más mínimo error. Y cuando por fin nos acostábamos, escuchaba a Carmen llorar en la almohada. “Perdóname Perdóname por todo”, susurraba, pero mis palabras se perdían en la oscuridad.
De vuelta en casa, decidí decirle a mi madre: “No vuelvas a humillar a mi mujer”. Pero ella solo se rio. “¿Has olvidado quién te crió? ¿Quién te dio de comer cuando llorabas de hambre?”. Sus palabras me atravesaron el corazón como un cuchillo.
La siguiente vez que fuimos al pueblo, estaba preparado para luchar. Mi padre se había lastimado la pierna, y tuve que sacar las vacas a pastar. A Carmen le habían dado unas botas de goma que le rozaban los pies hasta hacerlos sangrar. La lluvia había convertido los campos en un lodazal. Ella me seguía, tropezando, y yo callaba, sabiendo que cualquier gesto de cariño solo traería más burlas.
Y entonces, la carne de cordero. Carmen no soportaba su olor, pero mi madre lo cocinaba cada día a propósito. “¡Cómetelo si quieres ser parte de esta familia!”, le gritó cuando Carmen apartó el plato. Tomé un tenedor, corté un trozo y lo tiré al suelo. “Nunca más”, murmuré, pero aquello solo fue el principio de la guerra.
Ahora que Carmen espera a nuestra hija, no puedo permitirme riesgos. “Ve tú sola si quieres”, le dije a mi madre por teléfono. “Pero ella se queda aquí”. En su silencio se escondía un océano de reproches, pero por primera vez, mi corazón estuvo en paz. Abracé a Carmen, y sus manos cálidas me recordaron que a veces hay que proteger a la familia incluso de quienes te dieron la vida.
P.D. La próxima vez que mi madre llamó, apagué el teléfono. A las dos nos dolió. Pero a veces, el dolor es la única forma de despertar.

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Decidimos visitar a mis padres casi seis meses después de nuestra boda.