**Diario Personal**
Hoy llegó mi marido a casa y, sin quitarse siquiera los zapatos ni el abrigo, anunció con voz firme:
María, tenemos que hablar en serio.
Se plantó frente a mí, contuvo un instante el aliento y, con los ojos más abiertos de lo habitual, soltó de golpe:
¡Me he enamorado!
*«Bueno, aquí llega la crisis de los cuarenta»*, pensé, resignada. *«Bienvenida al club»* Solo atiné a mirarlo con cierta ternura, algo que no hacía desde hacía años (¿cinco? ¿Seis? ¿O ya ocho?).
Dicen que antes de morir repasas toda tu vida en un instante, pero lo que a mí me vino a la mente fue toda la vida compartida con él. Nos conocimos de la forma más común: por internet. Yo resté tres años de mi edad, él añadió tres centímetros a su estatura, y así, con pequeños ajustes, conseguimos encajar en los criterios del otro. María, ya no recordaba quién escribió primero, pero sí que su mensaje destacó por su humor sutil y ausencia de vulgaridad, algo que me conquistó.
A mis treinta y tres años, consciente de mi lugar en el “mercado de solteros”, sabía que no estaba en la última fila, pero casi. Para la primera cita, opté por no exagerar: un vestido sencillo, gafas de sol rosadas y ropa interior elegante. En el bolso, metí unas galletas caseras y un libro de Pérez Galdós.
La primera cita fluyó con sorprendente naturalidad (¡bendita elección de ropa!). Nuestra relación avanzó rápido y con entusiasmo. Nos divertíamos juntos, y tras seis meses de citas y la presión de unos padres desesperados por ser abuelos, él se armó de valor y me pidió matrimonio. Las familias se conocieron, las bodas se planearon en intimidad y, casi sin darnos cuenta, elegimos la primera fecha disponible en el registro civil.
Nuestra vida juntos era estable. Un clima tropical sin grandes tormentas, sin pasiones desbocadas, pero con respeto mutuo. *¿Acaso no es eso la felicidad?* Él, como buen representante del género masculino, pronto abandonó el disfraz de “hombre emocional y romántico” y se instaló en su versión más auténtica: práctico, trabajador y cariñoso, siempre en chándal.
Yo, por mi parte, fui deshaciéndome poco a poco del corsé de “ama de casa intelectual y seductora”. Un embarazo inesperado aceleró el proceso, y antes de darme cuenta, cambié los tacones por un cómodo batín.
Que ninguno echara de menos aquellas máscaras me confirmó que habíamos tomado la decisión correcta. La crianza de dos hijos, uno tras otro, zarandeó nuestro barco, pero nunca lo hundió. Tras cada tempestad, volvíamos a navegar en aguas tranquilas. Los abuelos ayudaban, el trabajo avanzaba sin prisas pero sin pausa, y aún encontrábamos tiempo para viajes y hobbies.
Doce años de matrimonio, y en todo ese tiempo, jamás lo había sospechado de infidelidad. Ni siquiera de un coqueteo inocente. Yo no era celosa, así que él podría haberse permitido alguna licencia sin consecuencias. A veces lo imaginaba flirteando y me reía sola, porque la imagen resultaba ridícula.
Y es que mi marido, tras varios intentos fallidos de halagar con palabras, había adoptado otra estrategia: el lenguaje silencioso de los ojos. Con los años, aprendí a leer en sus pupilas toda la gama de emociones: admiración, aprobación, sorpresa, confusión, frustración Ahora me lo imaginaba desplegando ese mismo repertorio ante su nueva musa, con las pupilas dilatándose como platos.
Bueno, ¿y cómo se llama tu ratoncita? pregunté, seca.
Sus ojos casi salieron de las órbitas. Se removió incómodo, balanceándose sobre los talones:
¿Cómo? ¿Cómo has? ¡No puede ser que lo hayas adivinado! Es que no pude evitarlo. Es preciosa, suave, delicada ¡y se parece a ti!
De su bolsillo sacó un pequeño ratón grisáceo, con orejas rosadas, un hociquito sonrosado y ojos como diminutas perlas negras.
Yo ya no escuché más. Lo observé a él, a su nueva compañera, a cómo la abrazaba con ternura, y sentí un alivio inmenso. De todas las criaturas del mundo, él había elegido enamorarse de un ratón que se parecía a mí.





