Los parientes dejaron la caja con los gatitos en la calle sin pensarlo. El corgi salió tras ellos y se negó rotundamente a volver a casa. Para él, todo había terminado…

Los parientes dejaron la caja con los gatitos en la calle sin pensarlo dos veces. Corgi los siguió en silencio y se negó rotundamente a volver al piso vacío. Para él, aquel hogar ya no significaba nada…

El perrito, al que el abuelo llamaba cariñosamente Corgi, en realidad no era de esa raza. Solo se parecía vagamente a esos canes paticortos y divertidos. De cerca, era un auténtico mestizo: pelaje rojizo, patas cortas y una cola que no dejaba de moverse cuando alguien se acercaba.

Corgi era sociable, curioso y bondadoso como pocos. En el parque cercano, donde su dueño lo paseaba, lo conocían como “el terremoto” y no sin razón. En cuanto se soltaba la correa, se lanzaba a hacer amigos: perros, personas, no importaba. Correr, jugar, conocer a todos era su propósito.

Los demás dueños, al verlo, a menudo daban media vuelta para evitar que sus perros se enredaran con él. Pero sus mascotas no podían resistirse a ese torbellino de alegría. Al final, los dueños terminaban llamando a sus canes, intentando ahuyentar a Corgi con gestos, palabras o incluso palos. Pero él nunca se ofendía; ni siquiera conocía ese sentimiento.

En cambio, el anciano sí se entristecía al ver cómo intentaban apartar a su querido perro. A veces intervenía, pero Corgi parecía entenderlo todo: tiraba de su pantalón, lo alejaba y luego se acurrucaba en su regazo, lamiéndole las manos y la cara hasta que todo volvía a la calma.

Un día, mientras el abuelo dormitaba en un banco del parque, Corgi, como siempre, se alejó a curiosear. Al despertar, el anciano no solo encontró a su perro a su lado, sino también a un gato atigrado que lo miraba fijamente.

¿Hiciste un amigo nuevo? preguntó sorprendido.

Corgi meneó la cola, lamió al abuelo y luego al gato, antes de acomodarse junto a ellos. El felino, listo, aceptó los trozos de pollo y galletas para perros que le ofrecieron. Se notaba que no estaba acostumbrado a tanto mimo.

Al marcharse, Corgi se plantó firme junto al gato.

¿Y ahora qué? refunfuñó el abuelo.

Pero el perro dejó claro: sin el gato, no se movía. El anciano protestó:

¡Ya tenemos suficientes problemas!…

Pero no hubo opción. Suspiró:

Bueno, bigotudo, si él te eligió, ven con nosotros. Quizá así la casa sea más alegre.

Más tarde descubrieron que el “gato” era una gata. Y unos meses después, tres gatitos esponjosos aparecieron en el piso. Corgi era el más feliz: los cuidaba, jugaba con ellos y dormía a su lado mientras Canela así la llamó el abuelo observaba la calle desde el alféizar.

La vida mejoró. El abuelo compró todo lo necesario para su nueva familia y leía artículos sobre mascotas. Los vecinos, al principio, se reían, pero luego se conmovieron al ver cada mañana al anciano pasear a su peculiar comitiva: Corgi, Canela y los tres gatitos.

El parque fue reemplazado por el patio, más seguro y cercano. Los vecinos empezaron a saludar y a sentarse con ellos. Todos eran felices.

Hasta que un soleado fin de semana, mientras el patio bullía de vida, Corgi lanzó un gemido. Todos corrieron hacia el banco donde el abuelo, ligeramente inclinado, sonreía con los ojos vacíos…

Los vecinos alimentaron a los animales unos días, hasta que llegaron los parientes lejanos. Ellos sacaron la caja con los gatitos y a Canela a la calle. Corgi los siguió. Sin su amado dueño, aquel hogar ya no tenía sentido.

Los vecinos los observaban con pena, pero nadie podía acoger a los cinco. Así que se quedaron allí, bajo la lluvia otoñal: Corgi, Canela y los tres gatitos. Ella protegía a las crías con su cuerpo, y él se echaba sobre ellas para darles calor.

Fue la cascarrabias del primer piso, la señora Pilar, quien no aguantó más. Salió en bata, gritando al aire, recogió a los gatitos, abrazó a Canela y ordenó a Corgi:

¡Vamos, a casa, ahora mismo!

El perro la siguió obedientemente, meneando la cola.

Desde entonces, toda la pandilla vivió con ella o con sus nietos, que le “dejaban” las mascotas. Y, contra todo pronóstico, la señora Pilar se convirtió en el alma del edificio. Las vecinas empezaron a llevarle dulces, croquetas y delicias, especialmente para los pequeños. Ella refunfuñaba, pero cada vez más, se le escapaba alguna lágrima.

Un día, el conserje llegó con un sobre lleno de dinero.

Es de todo el vecindario dijo antes de irse.

Ella, emocionada, lo besó en la mejilla. Más tarde, escuchó cómo el conserje y su mujer planeaban ayudarla en secreto cada mes. La señora Pilar, con lágrimas, susurró a Corgi:

¿Ves, pequeño? A veces, hasta las mentiras pueden ser una bendición.

Corgi se acurrucó contra ella, Canela ronroneó en su regazo. La anciana los acarició y añadió:

Gracias… no por mí, sino por mis nietos.

Así fue. O quizá no. La señora Pilar crió a sus tres nietos, incluso casó a dos. Corgi y Canela ahora viven con uno de ellos. Y siguen siendo amados.

Esta es la historia. Lo demás… que se quede en el fondo. Para no arruinar el momento.

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MagistrUm
Los parientes dejaron la caja con los gatitos en la calle sin pensarlo. El corgi salió tras ellos y se negó rotundamente a volver a casa. Para él, todo había terminado…