Permití que una mujer sin hogar se quedase en mi garaje, pero un día entré sin avisar y me quedé helado al ver lo que hacía.
Una vez, un hombre adinerado y ensimismado ofreció refugio a una mujer llamada Rosario, conmovido por su resistencia.
Cuando su extraña conexión se fortaleció, un secreto descubierto en el garaje amenazó con destruirlo todo, obligándolo a preguntarse quién era realmente Rosario y qué escondía.
Lo tenía todo lo que el dinero podía comprar: una gran finca en las afueras de Madrid, coches de lujo y más propiedades de las que jamás necesitaría. Pero dentro, un vacío que nada lograba llenar.
En sesenta años, nunca formé una familia. Las mujeres solo querían mi fortuna, y ahora me arrepiento de no haber intentado algo distinto.
Una tarde, mientras conducía por el centro de Madrid tratando de ahogar la soledad, vi a una mujer rebuscando en un contenedor.
Su pelo despeinado y manos huesudas, pero con determinación en cada movimiento, captaron mi atención. Frágil, pero con algo salvaje en su mirada que me intrigó.
No pude resistirme. Bajé la ventanilla y la observé. Cuando me miró con desconfianza, pregunté: «¿Necesitas ayuda?»
Su mirada fue esquiva, y por un instante pensé que huiría. Pero se sentó en el bordillo y se limpió las manos en unos vaqueros gastados. «¿Puedes ayudarme?»
«Creo que sí», contesté, saliendo del coche sin entender por qué extendía la mano. «¿Te gustaría ir a algún lugar esta noche?»
Dudó un momento, luego negó con la cabeza. «No.»
Asentí y respiré hondo. «Tengo una casita en el jardín, un garaje reformado. Si quieres, puedes quedarte un tiempo.»
Me miró con recelo. «No acepto caridad.»
«No es caridad», dije, sin encontrar mejor palabra. «Solo un techo. Sin condiciones.»
Después de un largo silencio, asintió. «Vale. Solo una noche. Me llamo Rosario.»
El trayecto hasta mi finca en Las Rozas transcurrió en silencio. Cruzada de brazos, miraba por la ventana. Al llegar, le enseñé la casita. Sencilla, pero acogedora.
«Hay comida en la nevera. Siéntete como en casa», le dije.
«Gracias», murmuró antes de cerrar la puerta.
En los días siguientes, Rosario se instaló allí. A veces cenábamos juntos. Bajo su firmeza, había una vulnerabilidad que me intrigaba.
Quizás la soledad en sus ojos reflejaba la mía, o su presencia aliviaba mi aislamiento.
Una noche, Rosario habló de su pasado. «Antes era artista», susurró. «Tenía una galería pequeña, algunas exposiciones pero después del divorcio, todo se vino abajo.»
«Mi marido se fue con una mujer más joven, tuvo un hijo con ella, y a mí me dejó en la calle.»
«Lo siento», dije con sinceridad.
«Es pasado», se encogió de hombros, pero el dolor persistía en su mirada.
Cuanto más tiempo pasábamos juntos, más esperaba nuestras charlas. Su humor árido iluminaba la misma soledad que impregnaba mi casa vacía, y poco a poco, el vacío dentro de mí se reducía.
Pero una tarde, todo cambió. Buscando una bomba de aire en el garaje, entré sin avisar y me paralicé. En el suelo, docenas de cuadros con mi imagenretratos distorsionados, grotescos.
En uno, encadenado. En otro, con los ojos sangrando. En una esquina, mi rostro pintado dentro de un ataúd.
Me sentí traicionado. ¿Así me veía Rosario? Después de todo lo que hice por ella.
Esa noche, no pude ocultar mi furia. «Rosario, ¿qué demonios significan estos cuadros?»
Ella me miró sorprendida. «¿Qué?»
«Los vimis retratos, encadenados, sangrando, en un ataúd. ¿Así me ves? ¿Como un monstruo?»
Su rostro palideció. «No quería que los vieras», musitó.
«Pues los vi», contesté frío. «¿Es lo que piensas de mí?»
«No», respondió con voz temblorosa. «Era solo rabia. Tú lo tienes todo, y yo lo perdí. Esos cuadros no son de ti, son de mi dolor. Tenía que sacarlo de alguna manera.»
Intenté entenderlo, pero las imágenes eran perturbadoras. «Creo que es mejor que te marches», dije en voz baja.
Sus ojos se agrandaron. «Por favor, espera»
«No», la interrumpí. «Se acabó. Tienes que irte.»
A la mañana siguiente, la llevé a un albergue para personas sin hogar. Antes de irse, sin decir palabra, le entregué varios cientos de euros. Dudó, pero al final los aceptó.
Pasaron semanas, y la sensación de haber cometido un error no desaparecía.
No eran solo los cuadros, sino lo que hubo entre nosotros antesalgo que no había sentido en años.
Un día, encontré un paquete en mi puerta. Era otro retrato mío, pero diferente. Sereno, tranquilo, con una expresión que nunca me había reconocido. Dentro, una nota con el nombre de Rosario y un número de teléfono.
El corazón me latía fuerte mientras dudaba en llamar. Finalmente, pulsé el botón.
Cuando respondió, su voz sonó frágil. «¿Hola?»
«Rosario, soy yo. Recibí tu cuadroes hermoso.»
«Gracias», dijo tras un silencio. «No estaba segura de si te gustaría. Pensé que merecías algo mejor que los otros.»
«No me debes nada», respondí con sinceridad. «Perdón por cómo reaccioné.»
«Y yo por lo que pinté», contestó. «No iban sobre ti.»
«No tienes que disculparte», dije. «Te perdoné cuando vi este nuevo cuadro. ¿Podemos empezar de nuevo?»
«¿Qué quieres decir?» preguntó con cautela.
«Quizá podríamos hablar. Si quieres, tomar algo juntos.»
Dudó un instante, pero luego respondió suavemente: «Me gustaría. De verdad.»
Quedamos en vernos en unos días. Rosario me contó que usó el dinero para ropa y buscar trabajo. Pronto se mudaría a un piso pequeño.
Al colgar, una sonrisa se dibujó en mi rostro. Quizá era un nuevo comienzo, no solo para ella, sino para mí.





