Oye, pues resulta que Javier estaba hasta las narices de buscar mujer en aplicaciones de citas. ¿Sabes? Ya estoy harto de escribir, de intentar impresionar, de machacar el teclado, de escuchar sus rollos ¡Si pudiera encontrar una sin tanta complicación, te juro que te lo agradecería! le dijo a una figura de humo gris que tenía delante. ¿No hay manera de que ella me elija a mí, sin conversaciones, sin memorizar chistes malos, ni fingir que me interesa su vida?
¡Claro! contestó el ser de humo, encogiéndose de hombros. Para eso me invocaste, ¿no? Hoy cumples tu deseo.
Perfecto. Y otra cosa: que no me cueste ni un euro. Nada de cafés, ni pasteles, ni esas citas absurdas. Que no tenga que ponerme camisa, aguantar la tripa, ni hacer el ridículo. Que me lleve directo a su casa. ¿Se puede?
El ser sacó un cuaderno imaginario y apuntó con gesto de camarero cumplidor. Lo que pidas. ¿Algo más?
Ah, sí. Que no me pida cosas. Nada de móviles caros, joyas o abrigos de piel. Solo amor desinteresado, como esas europeas o filipinas que no piden nada. Allí las mujeres trabajan y los hombres se quedan en casa, y nadie les dice nada. Aquí, en cuanto respiras, ya te llaman mantenido. Pues eso, que sea así.
¡Hecho! dijo el humo. Pero, Javier, ¿tan poco pides? Podrías pedir algo único, y en cambio quieres una mujer que ya existe sin magia.
Bueno, vale. Que sea hacendosa siguió Javier, contando con los dedos. Que cocine bien, limpie, y que no espere que yo haga nada. Que nunca me dé la lata, que siempre esté cariñosa y feliz de verme. Y, muy importante, que no quiera hijos. Eso es cosa de mujeres, y a mí no me interesan. Nada más.
Qué modesto meneó la cabeza el ser. ¿Y el físico? Porque así como lo describes, hay muchas, pero serán feas o mayores. Seguro que prefieres una universitaria, ¿no?
¡Exacto, una universitaria! Javier casi salta de alegría. Alta, guapa, delgada, con la piel suave como un melocotón. Y dulce, compasiva, de buen corazón. ¡Las de ahora son todas insensibles!
¡Ya lo creo! dijo el ser, y Javier juró ver una sonrisa burlona en ese rostro de humo. Pero no importaba. Pronto la conocería. Bueno, ella lo encontraría a él, lo llevaría a su casa y
Javier cerró los ojos, imaginándolo. Pero al abrirlos, estaba tirado en un solar lleno de nieve, entre basura. Le dolía el costado, todo le parecía enorme y extraño. Solo escuchaba una risa femenina, dulce como un cascabel.
¡Mira, Lucía, qué gatito más mono! Pobrecillo, seguro que los perros le han dado. Me lo llevo a casa. ¡Le daré mimos y comida!
Eres demasiado buena, Ana contestó otra voz más áspera. ¿Para qué quieres un gato? Si luego maullará en primavera, querrá gatitos
No, lo llevaré al veterinario. Ven aquí, pequeño
Manos suaves lo levantaron. Javier quiso gritar, pero solo le salió un maullido lastimero.







