Hace muchos años, cuando aún el tiempo parecía detenerse en mis recuerdos, viví días de sombras tras mi despido. El mundo había dejado de girar a mi alrededor. Ya no llevaba mi bata blanca, ni respiraba el olor a antiséptico, ni escuchaba el leve pitido de los monitores. Era como si hubiera dejado de ser yo misma.
Me sentaba junto a la ventana, contemplando el cielo gris, repitiéndome una y otra vez la misma pregunta: “¿Habré cometido un error?”
Pero en lo más profundo de mi alma sabía que no me arrepentía. Solo dolía la injusticia.
Una mañana, llamaron a la puerta.
En el umbral había un hombre elegante, bien vestido, con el rostro afeitado y una mirada segura. En su mano, un ramo de azucenas blancas.
¿Es usted Esther Delgado? preguntó con cortesía.
Sí respondí, desconcertada.
Me llamo Gabriel López. La semana pasada ayudó a alguien a un hombre sin hogar.
Mi corazón latió con fuerza.
Sí ¿Qué ha sido de él? pregunté con cautela. ¿Sobrevivió?
El hombre sonrió y asintió.
Usted le salvó la vida. Ese hombre era mi padre.
Me quedé helada.
¿Su padre? susurré.
Gabriel asintió y comenzó a hablar. Su padre había sido un empresario de éxito que meses atrás había desaparecido. Tras un infarto grave, perdió la memoria, se extravió y terminó en la calle. Su familia lo buscó desesperadamente, sin éxito.
Si usted no le hubiera ayudado aquel día dijo en voz baja. Su corazón no habría resistido. Ahora está en una clínica privada, recuperándose. Y no para de hablar de usted: “Encontrad a esa enfermera que no me abandonó”.
No supe qué decir. Un nudo me apretaba la garganta.
Pero a mí me despidieron murmuré. Por incumplir las normas.
Gabriel sonrió.
Ya he hablado con el director del hospital. Mañana puede volver. Incluso si lo desea, le ofrecemos un puesto en nuestra clínica familiar. Sueldo, condiciones lo que usted pida. Solo dígame qué quiere.
Las lágrimas brotaron solas. Todo lo que creía perdido se había convertido en un regalo inesperado.
Al día siguiente, volví a cruzar las puertas del hospital. Los pasillos conocidos, los susurros, las miradas curiosas. Esta vez, el rostro del director no era frío.
Enfermera Delgado dijo con vacilación. Creo que me precipité al tomar aquella decisión. Le pido disculpas.
No hay rencor respondí en voz baja. Solo alegría de que todo haya terminado bien.
Una semana después, ya trabajaba en la clínica de la familia López. Un edificio luminoso, con un ambiente humano, donde no primaban las normas rígidas, sino la confianza. Allí, por primera vez, sentí que mi trabajo volvía a tener sentido.
Una tarde, apareció él en el pasillo. Vestido con una camisa limpia, arreglado, con una mirada serena. Apenas lo reconocí.
Usted me salvó la vida dijo, tomándome la mano. Y aún no se lo he agradecido.
No hace falta sonreí. Lo importante es que esté bien.
Sacó un sobre del bolsillo.
Esto no es una recompensa. Es solo un agradecimiento, un pequeño símbolo de lo que hizo por mí. Quiero que sepa que la bondad nunca se pierde, aunque el mundo a veces sea injusto.
Dentro del sobre había una carta y un cheque por una suma considerable. Pero más que el dinero, valían para mí las pocas líneas que leí:
*”A veces, romper las normas significa salvar un corazón. Gracias por no ser solo una enfermera, sino una persona.”*
Aquella carta la guardo desde entonces.
Pasaron los meses. Volví a entrar al trabajo con una sonrisa, cada día con gratitud en el pecho.
Una tarde, paseando por el parque, vi a una joven inclinada sobre un hombre que yacía en el suelo, pálido, jadeando.
Me acerqué.
¿Necesitan ayuda? Soy enfermera dije con firmeza.
La joven asintió temblorosa, y juntas comenzamos a auxiliarlo. Mientras su respiración se estabilizaba, sentí una extraña calidez extenderse dentro de mí.





