**Un pastel con dinero ajeno**
Marisol se llevó una mano al pecho, como si le costara respirar. “Me sube la tensión… El médico me ha recetado unas pastillas carísimas. ¿Verdad que ayudarás a tu madre?”
***
El aroma a vainilla y café recién hecho llenaba el piso de Madrid. Lucía acababa de sacar del horno un pastel de manzana con canela. La corteza dorada crujía bajo el cuchillo, y el calor del dulce envolvía la cocina como si el otoño hubiera entrado por la ventana. Mientras colocaba las porciones en platos de porcelana, sonó el timbre: agudo, insistente, como el tictac de un metrónomo.
En la puerta estaba su suegra: Doña Carmen. Impecable con su abrigo de cachemir verde esmeralda, el pelo plateado peinado con elegancia y una sonrisa que brillaba más que sus pendientes. En la mano llevaba una caja de la pastelería más cara del barrio, donde un pastel costaba lo que una cena familiar.
“¡Lucía, qué alegría verte, cariño!” canturreó, abriendo los brazos para un abrazo fingido. “Pasaba por aquí y pensé en visitaros. ¡Qué bien huele! Como en casa de mi abuela…”
Lucía sonrió con tensión, sintiendo cómo se le cerraba el estómago. Sabía que aquella visita no era casual.
Doña Carmen había empezado a aparecer con frecuencia tres años atrás, cuando su marido, el padre de Javier, las abandonó. Al principio eran detalles: comidas los domingos, ayuda con la compra. Pero poco a poco, las peticiones aumentaron.
“Javi, hijo mío”, suspiraba Doña Carmen, dramática, llevándose la mano al corazón, “la tensión no me da tregua. El médico insiste en esos medicamentos nuevos… Tú no vas a dejar a tu madre sin ayuda, ¿verdad?”
Javier, bondadoso y complaciente, nunca decía que no. Primero fueron cincuenta euros, luego cien, doscientos… Lucía intentó hablar con él, pero él se limitaba a fruncir el ceño:
“Lucía, basta ya. Está enferma. ¿Qué quieres, que la abandone? Es mi madre.”
Mientras, Doña Carmen “olvidaba” mencionar que las pastillas ya las tenía, y el dinero se esfumaba en “suplementos milagrosos”, “tratamientos exclusivos” o “préstamos urgentes” a amigas.
Hasta que un día, Lucía vio en redes una foto de su suegra en una cafetería de lujo, sonriendo con un café con leche y un pastel de frambuesa. La leyenda decía: *”Los dulces alegran el alma más que cualquier medicina.”*
Lucía apretó los puños. La noche anterior, Doña Carmen había llamado a Javier llorando:
“Hijo, estoy fatal… Las pastillas se me acabaron, y el médico dice que necesito unas importadas. No sé cómo pagarlas… Me da miedo despertarme y no abrir más los ojos.”
Le mostró la foto a Javier. Él pasó el dedo por la pantalla, como si quisiera borrarla.
“Quizá es antigua. O quizá solo quería darse un capricho. Los enfermos también merecen alegrías.”
“Javi”, susurró Lucía, con un nudo en la garganta, “gasta tu dinero en cafés mientras nosotros posponemos el arreglo del coche. ¿De verdad no lo ves?”
Esa misma noche, Doña Carmen llamó entre sollozos. Javier, pálido de rabia, le espetó:
“¿Otra vez atacando a mi madre? ¡Está al borde del colapso, y tú la machacas!”
Lucía sintió el calor del enfado subirle por el pecho.
“No la ataco. Solo digo que te manipula. Usa tu cariño como moneda.”
“¡Eres una egoísta!” gritó él, arrojando el móvil sobre la mesilla. “¿Te da asco ayudar a la mujer que me dio la vida?”
Lucía se encerró en el dormitorio. Fuera, la lluvia golpeaba los cristales, como si el cielo llorara por ella.
***
Al día siguiente, Doña Carmen llegó con crisantemos y falsas disculpas. Mientras removía el té con cucharita de plata, dijo:
“Entiendo tu preocupación, Lucía. Pero los mayores necesitamos cuidados. No pido tanto… Solo un poco de ayuda.”
Lucía apretó la taza hasta que los nudillos le dolieron.
“¿Y quién nos ayuda a nosotros? ¿Quién paga nuestro futuro?”
Doña Carmen hizo un gesto teatral, haciendo sonar sus pulseras.
“Ay, qué joven eres… La vejez duele más de lo que crees. Ayer casi me desmayo. Necesito análisis, masajes… Todo cuesta.”
En ese momento, Javier llamó.
“¿Dónde estás, mamá?”
“En tu casa, cielo”, arrulló ella, cambiando la voz como un actor. “Tomando té con Lucía. Todo está bien.”
Lucía salió al balcón. El viento le secó las lágrimas antes de que cayeran.
***
Una semana después, Lucía reunió todos los recibos, capturas de pantalla y fotos que había guardado. Extendió las pruebas sobre la mesa del salón.
“Javier, mira”, dijo con voz firme. “Recibo de la farmacia: ochenta euros. Foto de tu madre en el teatro ese mismo día. Mensajes diciendo que está ‘muy mal’, y una hora después, selfis en el spa…”
Javier palideció. Cuando Doña Carmen llegó, él le mostró las pruebas.
“¿Es verdad, madre?”
Ella se llevó las manos al pecho, con lágrimas de ópera.
“Hijo, el teatro es mi única alegría… ¿Es un crimen querer sentirme viva?”
“¡Me mentiste! ¡Dijiste que era para medicinas!”
“Yo… solo quería que no me olvidaras”, musitó, con lágrimas que ya no convencían a nadie. “Me sentía tan sola…”
Por primera vez, Javier no cedió.
“¡Basta! Usaste mi amor para chantajearme. Y encima culpaste a Lucía. No lo permitiré más.”
Doña Carmen se encogió, como si le hubieran quitado un disfraz.
***
Las semanas siguientes fueron duras. Doña Carmen probó todas sus tácticas: llamadas dramáticas, silencios calculados… Hasta que un día, sentada en la cocina de Lucía, murmuró sin mirarla:
“Siempre fui egoísta. Cuando mi marido se fue, temí quedarme sola. Tú eras fuerte, independiente… Y me asusté.”
Lucía contuvo la respiración. Era la primera verdad que escuchaba de sus labios.
“¿Asustarte?”
“Sí. De que Javier me abandonara. El dinero era mi forma de atarlo. Fue estúpido. Perdóname.”
***
Con el tiempo, las visitas de Doña Carmen se hicieron distintas. Javier seguía ayudándola, pero ahora era él quien compraba las medicinas o la acompañaba al médico.
Un día, ella invitó a Lucía a la pastelería donde todo empezó. Pidió solo un té y un trozo de tarta pequeña.
“Pensé en lo que me dijiste”, confesó. “Sobre que todos nos cansamos. Entendí que os robaba energía, en lugar de daros la mía.”
Javier apareció con flores silvestres. Doña Carmen lo miró sin máscaras, solo con gratitud.
***
Seis meses después, en el piso de Lucía y Javier seguía oliendo a pasteles caseros. Doña Carmen trajo un álbum de fotos antiguo.
“Mirad”, dijo, pasando páginas. “Javier con tres años… Nosotros en la playa…”
Lucía vio las imágenes con una calma nueva.
“Entendí algo”, murmuró Doña Carmen. “El amor no es exigir atención, sino darla. No solo cuando duele, sino siempre.”
Javier la abrazó. Lucía sonrió, entendiendo que la verdad no siempre llega como






