Una niña pequeña pide ayuda a un motero para dar de comer a su hermano que pasa hambre

La pequeña se acercó a mi moto a medianoche con una bolsa de plástico llena de pesetas y me suplicó con voz temblorosa que le comprase leche para su hermano.

No tendría más de seis años, allí plantada, descalza, con un pijama sucio de Barrio Sésamo, en una gasolinera abierta toda la noche, apretando entre sus manitas lo que parecían los ahorros de toda su corta vida. Las lágrimas le trazaban caminos limpios en el polvo de su cara.

Yo había parado a repostar tras una ruta agotadora desde Zaragoza, con la espalda dolorida y el único deseo de llegar a mi casa en Valencia. Pero aquella criatura me eligió a míun motero de barba poblada y chaqueta de cueroen lugar de a aquella pareja bien vestida que llenaba el depósito dos surtidores más allá.

“Por favor, señor,” murmuró, lanzando miradas furtivas hacia una furgoneta vieja aparcada en la sombra. “Mi hermanito lleva sin comer desde ayer. En la tienda no me venden, pero usted parece de los que entienden.”

Miré hacia la furgoneta, luego a sus piececillos en el asfalto helado, y finalmente al empleado de la tienda, que nos observaba con recelo desde detrás del cristal. Algo no olía bien.

“¿Dónde están tus padres?” pregunté, agachándome aunque las rodillas me crujieran.

“Durmiendo,” susurró, clavando los ojos en el suelo. “Llevan tres días así.”

Tres días. El corazón se me encogió. Sabía demasiado bien lo que eso significaba.

“¿Cómo te llamas, cielo?”

“Rocío. Por favor, Jaime no para de llorar y ya no sé qué hacer.”

Me incorporé con determinación. “Rocío, voy a por esa leche. Pero quédate aquí, junto a mi moto. ¿Puedes hacerlo?”

Asintió con desesperación, empujándome la bolsa de monedas. No la acepté.

“Guárdalo. Yo me encargo.”

Dentro, llené mis brazos con leche, pañales, agua y toda la comida que pude cargar. El chaval de la caja, un muchacho con cara de recién salido del instituto, evitaba mi mirada.

“¿Esa niña ha venido antes?” pregunté en voz baja.

“Los últimos tres días,” admitió. “Pero no puedo venderle a menores, y Servicios Sociales dijeron que sin dirección…”

Dejé un puñado de billetes sobre el mostrador sin esperar a que terminara.

Al salir, Rocío seguía junto a mi moto, pero ahora se balanceaba, exhausta.

“¿Cuándo comiste tú por última vez?”

“Anteayer creo. Le di a Jaime las últimas galletas.”

Era jueves. O ya viernes, de madrugada.

Le entregué los víveres. “¿Dónde está tu hermano?”

Vaciló. “No debería hablar con desconocidos.”

“Rocío, soy Lobo. Del club Los Lobos de Acero. Ayudamos a niños como tú. Es lo que hacemos.” Le señalé el parche en mi chaleco: “Protección al Inocente”.

Entonces rompió a llorar, con unos sollozos que le sacudían todo el cuerpo. “No se despiertan. Lo he intentado todo, pero Jaime tiene hambre y yo no sé qué más hacer.”

Mis peores sospechas confirmadas. Saqué el móvil y marqué al presidente del club, Toro.

“Hermano, necesito que vengas a la Cepsa de la N-340. Trae al Doc. Ahora.”

Luego llamé al 112 y seguí a Rocío hacia la furgoneta. El olor me golpeó al abrir la puerta: sudor, pañales sucios y desesperación. En el asiento trasero, un bebé lloraba con un hilo de voz. Demasiado débil. En los asientos delanteros, dos adultos, casi sin respirar.

“Son mi tía y su novio,” explicó Rocío con la mirada perdida. “Mamá murió el año pasado. Pero ellos empezaron a ponerse esa medicina que les hace dormir…”

Las sirenas se acercaban cuando llegaron Toro y el Doc, seguidos por una decena de moteros más. El Doc, antiguo médico de la Legión, examinó al bebé al instante.

“Deshidratado, pero con cuidado saldrá adelante,” anunció.

Los sanitarios reanimaron a los adultos mientras la policía los esposaba. Rocío se aferró a mí, aterrorizada.

“¿Se llevarán a Jaime?”

“Nunca,” juré. “Os quedareis juntos. Tenemos una familia que os espera.”

Los García, él exguardia civil, ella maestra, asintieron desde donde esperaban.

“¿Por qué hacéis esto?” preguntó Rocío.

Recordé mi infancia en un piso okupa de Vallecas. “Porque alguien hizo lo mismo por mí.”

Cuando se marchó con los García, me lanzó una última mirada.

“Lobo Mi mamá decía que los ángeles a veces llevan cazadoras de cuero en lugar de alas.”

Tuve que girarme para que no me viera llorar.

Un año después, en nuestra concentración anual, Rocío habló ante cientos de moteros. Diez años, limpia, segura, con Jaime en brazos.

“La gente piensa que los Lobos dan miedo,” dijo con voz clara. “Pero el verdadero miedo es tener seis años y no saber cómo salvar a tu hermanito.”

Y mientras el rugido de las motos llenaba el aire, supe que aquella parada en la gasolinera había sido el destino recordándonos que las mayores heroicidades a menudo empiezan con una niña, un puñado de pesetas y la voluntad de no mirar hacia otro lado.

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Una niña pequeña pide ayuda a un motero para dar de comer a su hermano que pasa hambre