Hace mucho tiempo, en un rincón de Madrid, el teléfono de su marido vibró en la mano de Lucía. Apareció una notificación en la pantalla: «Gracias, Juanito. No sé qué haría sin ti». El mensaje lo enviaba alguien llamado Marisol y terminaba con un corazón rosa, como un pequeño beso.
Lucía se quedó paralizada. ¿Marisol? ¿Juanito? Podría haber pensado que era una prima lejana o una compañera de trabajo, pero había un detalle: su esposo nunca había mencionado a nadie con ese nombre. ¿O quizá lo había ocultado?
Alzó la mirada de golpe. Debía averiguar la verdad antes de sacar conclusiones, pero el corazón le ardía de celos.
¿Quién es Marisol? preguntó Lucía, intentando controlar la voz.
Juan, que bebía tranquilamente su café, parpadeó confundido.
¿Qué?
Marisol repitió ella, mostrándole el teléfono. ¿Quién es?
Él miró la pantalla, y en sus ojos brilló una tensión apenas perceptible. Se encogió de hombros con rapidez.
Ah Es Marina.
Lucía se heló.
¿Qué Marina?
Pues Mi ex. No hay nada entre nosotros.
Dejó el teléfono sobre la mesa y cruzó los brazos.
¿Tu ex te llama «Juanito» y te da las gracias con corazones? ¿De verdad crees que es normal?
Juan se encogió de hombros otra vez, como si no mereciera la pena discutir.
Sí. Le presté algo de dinero. Me pidió un favor y se lo di.
Lucía sintió que la ira la invadía.
¿Le diste dinero a tu ex?
Sí, ¿qué tiene de malo?
¡¿Qué tiene de malo?! replicó ella, exasperada. ¿En serio? ¿Crees que está bien coger de nuestro dinero para dárselo a una tal Marisol?
Él, por fin, la miró a los ojos.
Lucía, haces una montaña de un grano de arena. Nos conocemos desde siempre. ¿Por qué no iba a ayudarla?
Ella rió, pero su risa no tenía ni pizca de alegría.
Estás casado, Juan. ¡Conmigo! Y aún así te ocupas de ella, con quien estuviste antes.
Él suspiró, irritado, como si intentara explicarle algo obvio a un niño.
No terminamos mal. No es una desconocida para mí.
¿Y yo lo soy?
Juan calló. Lucía negó con la cabeza y respiró hondo.
¿Desde cuándo pasa esto?
¿El qué?
Vuestra preciosa amistad.
Él desvió la mirada.
Siempre hemos hablado. Desde antes de conocerte. Solo que no te lo dije. No quería preocuparte.
Lucía sintió cómo el cuerpo le ardía de rabia.
¿O sea que llevas dos años ocultándomelo?
¡No lo oculté! Solo que no había motivo para contártelo. No te engaño. ¿Por qué te alteras?
Ella respiró hondo, intentando no gritar.
¿Y cuántas veces la has ayudado?
De vez en cuando. Cosas sin importancia. Arreglarle algo, configurarle el ordenador.
¿O sea que tú, mi marido, corres detrás de otra mujer como un manitas?
¡¿Qué dices?! estalló él. ¡La ayudé, le di dinero! ¿Es un crimen? ¡También te ayudaría a ti!
Lucía lo miró con frialdad.
Si no ves nada malo en esto, es que tenemos ideas muy distintas de lo que es una familia.
Se dio la vuelta y salió de la cocina. No quería ver su rostro en ese momento.
Aquel día pasó como un sueño para Lucía. Rabia, dolor, confusión. Intentaba analizarlo todo con calma, pero una pregunta resonaba en su mente: «¿Cómo pude no darme cuenta?».
Juan no parecía sentirse culpable. Ya no ocultaba que hablaba con Marina, pero actuaba como si fuera algo trivial.
En las siguientes dos semanas, todo se aclaró. Su marido llegaba tarde a menudo del trabajo. Cada pocos días, Marina tenía algún problema urgente que resolver.
Voy a casa de Marina esta noche anunció él con indiferencia durante la cena. Se le ha estropeado la lavadora.
Lucía dejó el tenedor y lo miró fijamente.
¿No hay otros técnicos en Madrid?
Vamos, ¿es tan difícil ayudar a alguien?
Para ti no lo es. Para mí lo es aceptarlo.
¡Otra vez! ¿Siempre hay que hablar de lo mismo?
Sí, otra vez respondió ella, seca. Porque tu ex siempre necesita ayuda. Al menos no tenéis hijos juntos.
Juan suspiró, pero siguió comiendo.
Si fuera la vecina o mi madre, ¿también reaccionarías así?
La diferencia es que los demás no te llamarían cada día.
Lucía dijo él, cansado. Actúas como si la hubiera engañado.
No sé si la engañas o no, pero esto no es normal. Y me molesta replicó ella con dureza.
Él sonrió con sarcasmo.
No confías en mí.
¿Y me has dado motivos para hacerlo?
El silencio cayó entre ellos.
Tres días después, Marina volvió a aparecer.
Ha llamado Marina anunció él con despreocupación. Quiere comprar un frigorífico, pero no tiene cómo llevarlo.
Lucía se volvió lentamente hacia él.
¿O sea que ahora lo dejas todo para ir a llevarle el frigorífico?
¿Qué tiene de malo?
Juan, ¿de verdad no ves el problema?
Yo veo que montas un drama por nada.
No soy yo la que monta el espectáculo, sino tú. Y no quiero formar parte de él. Si tanto quieres ayudar a Marina, puedes mudarte con ella directamente. Ahorrarás gasolina.
¿Lo dices en serio?
Absolutamente.
¿O sea que me echas?
No, Juan. Te doy a elegir. O estás en nuestra familia, o sigues tu camino. No te quiero aquí.
Se dio la vuelta y se marchó. No quería caer otra vez en sus manipulaciones. Quizá él creía que sería más fácil decirle a la cara adónde iba. Pero para Lucía, eso no era honestidad, sino traición.
Pasaron veinticuatro horas desde su última pelea. Lucía estaba en la cocina, mirando el teléfono. Juan no había llamado, ni escrito. Se había ido. Quizá a casa de Marina, quizá a otro lugar.
Después de diez días de silencio, Lucía entendió que a veces una separación no es una pérdida, sino una lección que te enseña a no conformarte con menos de lo que mereces.





