El día del cumpleaños de mi marido, mi hijo señaló a los invitados y gritó: “¡Esa es! ¡Lleva esa falda!” No pude negarme.
“Por favor, mamá”, insistió. “Les prometí a mis amigos que traería la manta y los zumos. Y dije que harías esos pastelitos de caramelo y chocolate.”
Así que, siendo la buena madre que soy, me puse a buscar. Maletas viejas, cables enredados, ventiladores rotos de veranos ya olvidados. Y entonces, escondida en un rincón, la vi.
Una caja negra. Elegante, cuadrada, oculta como un secreto. No era de las que fisgonean, pero no pude resistirme. La saqué, me senté en la alfombra y levanté la tapa con cuidado.
Se me cortó la respiración.
Dentro había una falda de satén, de un violeta intenso, suave como un susurro, con bordados delicados en el dobladillo. Sofisticada. Hermosa.
Y familiar.
Se la había enseñado a Raúl mi marido unos meses atrás, cuando paseábamos por el centro. Pasamos frente a una boutique y señalé la falda en el escaparate. “Demasiado llamativa”, dije, pero en el fondo, esperaba que lo recordara.
“Mereces algo lujoso de vez en cuando”, se rio él.
Así que, al ver la falda, doblada con cuidado en papel de seda y guardada en la caja, lo supe. Tenía que ser mi regalo de cumpleaños. Una alegría tranquila me invadió. Quizá todavía estábamos bien.
No quise arruinar la sorpresa, así que cerré la caja, la devolví a su sitio y le di a Pablo una manta vieja. Incluso compré una blusa que hiciera juego con la falda y la guardé en el cajón, esperando el momento adecuado.
Llegó mi cumpleaños. La familia se reunió. Raúl me entregó un regalo envuelto con una sonrisa de niño.
Libros.
Una pila de novelas escogidas con esmero, pero ni rastro de la falda. Ni una palabra sobre ella.
Esperé. Quizá la guardaba para una cena especial, un momento íntimo.
Ese momento nunca llegó.
Unos días después, volví a espiar en el armario. Pero la caja había desaparecido. Sin dejar rastro.
Aún así, no dije nada. No quería ser esa esposa desconfiada que saca conclusiones precipitadas.
La esperanza es lo que nos sostiene, incluso cuando sabemos la verdad.
Pasaron tres meses. Ni señal de la falda. Ni una palabra. Solo silencio.
Entonces, una tarde, mientras preparaba pasteles de limón para un pedido de boda, Pablo entró en la cocina. Sus ojos estaban inquietos, sus hombros tensos.
“Mamá”, dijo bajito. “Tengo que contarte algo. Sobre esa falda.”
Dejé la espátula.
“Sé que papá la compró”, comenzó. “Fuimos al centro comercial a por mis botas de fútbol y me dijo que esperara afuera. Dijo que tenía que recoger algo.”
Sentí un nudo en el estómago.
“Luego, otro día”, continuó Pablo, “me salté unas horas de clase. Volví antes a casa por mi patinete pero oí voces arriba. Pensé que eras tú y papá.”
Hizo una pausa, tragando saliva.
“Pero tú nunca estás en casa a esa hora. Me asusté. Me escondí debajo de la cama.”
El corazón se me encogió por él.
“Se reía, mamá. No eras tú. Vi sus pies. Llevaba la falda.”
Me quedé helada, la habitación girando lentamente.
Entonces lo abracé.
Ningún niño debería cargar con un secreto así.
Unos días después, organicé la fiesta de cumpleaños de Raúl. Coc







