¡Ay, Martina, hola! ¿Vienes a ver a tu madre? gritó la vecina desde el balcón.
Buenas tardes, doña Carmen. Sí, a ver a mamá.
Deberías hablar con ella suspiró la mujer. Está muy diferente desde el divorcio, pobrecilla.
¿Qué quiere decir? se tensó Martina.
Yo tengo problemas para dormir, me despierto temprano. La vi una mañana, cerca de las cinco, bajando de un taxi. Y parecía bueno, digamos que no como de costumbre. Tal vez un poco achispada. Todos los vecinos no paran de cuchichear. ¡A su edad! ¿Y por qué echó a tu padre? Sí, cometió un error, pero ¿quién no los tiene? Tantos años juntos es una tontería divorciarse ahora.
Gracias, doña Carmen dijo Martina, tragando saliva. Hablaré con ella.
Con esas palabras, se apresuró hacia la casa. Su madre había echado a su padre hacía seis meses, después de pillarlo siendo infiel. Martina le había rogado que no se precipitase, que todo podía solucionarse. Pero su madre fue firme. Y lo más extraño: no cayó en depresión, como cabría esperar, sino todo lo contrario, vivía llena de energía. Ropa nueva, salidas de copas, amigas cosas que nunca antes había hecho.
A Martina le costaba aceptarlo. Ella misma estaba a punto de casarse, planeaban tener hijos. ¿Y su madre, de fiesta hasta el amanecer? ¿Qué clase de abuela sería? ¿Cómo presentarla a su futura suegra, si una tejía mantas y la otra bailaba en discotecas?
Al entrar en casa, su madre salió a recibirla con una tetera en la mano y una sonrisa amplia. Vestida no con una bata gastada, sino con un moderno conjunto beige. Uñas arregladas, pedicura, pestañas postizas se notaba que disfrutaba de la vida.
Bueno, ¿cómo está Javier? preguntó, colocando las tazas en la mesa.
Todo bien respondió Martina, conteniendo el tono. ¿Y tú?
¡Maravillosa! Anoche salí con las chicas hasta el amanecer. Bailamos y hasta cantamos karaoke. ¡Qué risas pasamos!
Doña Carmen me lo ha contado todo intervino Martina, seria. Que volviste a las cinco de la mañana y parecías borracha.
Su madre se rió.
¿Qué esperabas? ¿Que en un bar pidamos infusiones?
Martina no pudo contenerse.
Mamá, ¿no crees que te estás pasando?
¿En qué sentido?
Bueno, por decirlo suavemente, ya no tienes veinte años. ¿Qué pintas en discotecas? Deberías dar ejemplo. ¡Vas a ser abuela!
Soy una mujer que, por fin, es libre. No voy a vivir según los guiones de otros.
Pero ¡viviste tantos años con papá! ¿Cómo puedes superarlo así?
Su madre guardó silencio, luego, con calma pero firmeza, dijo:
Tu padre me traicionó. No fue un error, fue una elección. Y yo ya no quiero ser solo la sirvienta. Quiero vivir. Para mí. Pasé años viviendo para la familia. Ahora hago lo que quiero.
¡Pero tienes casi cincuenta!
¿Y qué? No tengo que envejecer según el manual.
Martina comprendió que había ido demasiado lejos.
Perdona, no quise ofenderte. Solo me preocupo.
Si te avergüenzas de mí, no me invites a la boda. Pero que sepas: no voy a esconder mis canas bajo un pañuelo ni a vestirme como una monja. Bailaré y, quizás, hasta coquetee. Me siento bien.
No, mamá, quiero que estés allí. Es solo que
¿Es solo que a doña Carmen no le parece bien? Pues a mí me da igual. Por fin estoy viviendo.
Al llegar a casa, se lo contó todo a su prometido.
No sé cómo reaccionar.
Javier se rió:
Yo digo que tu madre es genial. No se hundió, eligió vivir. No es un crimen ser feliz.
El fin de semana, Martina llamó a su madre.
Mamá, ¿vamos a un spa y luego a un bar con música en vivo?
¿Y no te dará vergüenza?
Les diré que eres mi hermana mayor rio Martina.
Entonces, trato hecho. Pero aviso: no nos iremos temprano.
Ese día fue un punto de inflexión. Martina entendió por primera vez la fortaleza que tenía su madre. Y que, tal vez, debía aprender de ella: ser ella misma. Vivir no “como debe ser”, sino como siente. Porque la verdadera madurez no está en seguir reglas, sino en elegir con libertad.







