¿Por qué te has metido en mi portátil? Un misterio frente a una mirada desconocida.
«¿Qué demonios haces en mi ordenador?» gritó Alejandro, encarándose con Lucía. Nunca lo había visto así…
Lucía llegó del colegio y, al entrar, el aire pesado del pasillo le anunció lo de siempre: el olor a alcohol. Desde el salón, resonaba el ronquido profundo de su padre, otra vez borracho. La niña pasó directa a la cocina.
Su madre estaba frente al fregadero, pelando patatas. Al oír los pasos, se volvió. Lucía, con mirada aguda, notó al instante la mejilla enrojecida e hinchada.
«Mamá, vámonos de aquí. ¿Cuánto más vamos a aguantar? Un día de estos te matará», dijo con rabia.
«¿Adónde iremos, hija? ¿Quién nos va a querer? No tenemos para el alquiler. No temas, no me matará. Es un cobarde. Solo se atreve conmigo.»
A la mañana siguiente, un ruido extraño la despertó. Se levantó y asomó la cabeza en la cocina. Su padre, inclinado sobre el fogón, bebía directamente del hervidor, la garganta moviéndose arriba y abajo. El sonido del líquido cayendo le recordó a un animal bebiendo. «Que se atragante, por favor, Dios mío», pensó con rencor.
Pero no fue así. Él dejó el hervidor, suspiró satisfecho, la miró con ojos vidriosos y pasó junto a ella camino del baño.
Lucía torció el gesto al imaginar a su madre usando ese mismo hervidor sin limpiarlo, sin quitarle el rastro de su padre. Lo agarró y lo restregó con furia, jurándose no volver a beber de él sin lavarlo antes.
En las vacaciones de invierno, Lucía se fue con su clase tres días a Salamanca. A su regreso, su madre estaba en el hospital.
«¿Él te hizo esto?», preguntó dura, viendo la venda en su cabeza.
«No, hija. Resbalé en el hielo.»
Pero Lucía sabía que mentía.
Los golpes constantes le habían causado hipertensión. Seis meses después, un derrame cerebral se la llevó. Su padre lloró en el velorio con lágrimas de alcohol, unas veces lamentando la pérdida de su querida Marisol, otras maldiciéndola por lo mismo.
Decía que Lucía era igual que su madre y la amenazaba: si intentaba irse, la mataría. Ella aguantó, esperando terminar el instituto. No fue al baile de graduación. Al día siguiente, recogió su diploma en secreto. Mientras su padre trabajaba, reunió sus cosas y huyó.
Él le daba dinero para la comida, pero ella guardaba algo cada vez. A veces, incluso le robaba de su bolsillo mientras dormía. No era mucho, pero le alcanzaría. Había decidido trabajar y estudiar a distancia.
No temía que su padre la buscara. Todos en el barrio conocían sus vicios; nadie lo ayudaría. Se marchó a Madrid, alquiló una habitación en las afueras y consiguió trabajo en un restaurante de comida rápida. Le ayudaron con los papeles, le dieron comidas gratis…
Se matriculó en una escuela profesional, en contabilidad. Cuando vieron que aprendía rápido, la pusieron en caja.
Los chicos intentaban ligar con ella. «Al principio son todos dulces y cariñosos, pero luego empiezan a beber o a engañarte. No sé qué es peor. No te dejes engañar, hija. Yo también fui joven. Tu padre no bebía cuando nos conocimos. ¿Qué le pasó después?», decía su madre.
Lucía recordaba sus palabras y rechazaba a todos. Había visto suficiente.
Su madre, el día de paga, compraba provisiones: pasta, azúcar, latas… algo que durara. Su padre gastaba en alcohol, pero nunca faltaba comida, aunque fuera simple. Ahora ella hacía lo mismo.
Iba hacia casa con una bolsa pesada cuando un chico, distraído con el móvil, chocó con ella.
«Perdona», dijo él, alzando la vista.
Lucía quiso contestar con ira, pero su mirada era sincera.
«No pasa nada, yo tampoco miré», respondió, sonriendo.
El chico, Alejandro, se ofreció a ayudarla. Dudó, pero le entregó la bolsa. No podía ser mala persona alguien con una sonrisa así. Caminaron juntos, pero no le permitió llegar hasta su puerta.
Al día siguiente, él apareció en el trabajo. Dijo que fue casualidad, pero ella no se lo creyó. Empezaron a salir.
Alejandro confesó que estaba divorciado, que adoraba a su hija pequeña. Dejó el piso a su ex y vivía con un amigo. «Nos casamos por tontería. No teníamos nada en común.»
Hablaba mucho de su hija, y Lucía pensó que quizá podía confiar en alguien que amaba a los niños. Un mes después, él propuso vivir juntos.
«Busquemos un sitio mejor, cerca del centro. Será más fácil así.»
Ella aceptó, feliz. Por fin tendría una familia normal. Se mudaron a un piso amplio, celebraron su nueva vida. Alejandro hablaba de hijos, de un futuro. Lucía no soñaba con bodas, pero creyó que todo sería distinto.
Él pagó dos meses de alquiler por adelantado. Al tercero, con voz culpable, le dijo que no podía más. Lucía miró por última vez ese lugar donde creyó encontrar felicidad y cerró la puerta, susurrando una promesa al hijo que esperaba en la incubadora: «Todo irá bien, cariño. Estaremos lejos de esto.»







