La ciudad, envuelta en sombras profundas, respiraba un silencio opresivo, solo roto por las sirenas ocasionales de las ambulancias. Dentro del hospital, donde cada pasillo guardaba ecos de sufrimiento ajeno, estallaba una tormenta que rivalizaba con la que rugía fuera. La noche no era solo tensa; estaba al borde del estallido, como si el destino mismo hubiera decidido poner a prueba a quienes defendían la vida.
En el quirófano, iluminado por la luz fría de los focos quirúrgicos, el doctor Javier Montero, cirujano con veinte años de experiencia, luchaba sin descanso. Sus manos, que habían salvado cientos de vidas, se movían con precisión de relojería, mientras su mirada penetrante parecía leer el fino hilo entre la vida y la muerte. A su lado, la enfermera Lucía, joven pero firme, le pasaba los instrumentos como si entregara esperanzas en lugar de acero.
Sutura, susurró Javier, su voz un mandato a la misma muerte.
La operación estaba a punto de terminar cuando la puerta se abrió de golpe. La enfermera jefa, pálida y agitada, gritó:
¡Doctor Montero! ¡Urgente! ¡Mujer inconsciente, múltiples contusiones, posible hemorragia interna!
Sin dudar, Javier se dirigió a recepción. Sobre la camilla yacía una mujer de unos treinta años, pálida como la cera, su cuerpo cubierto de moretones. Los ojos del cirujano se oscurecieron al ver las marcas: quemaduras simétricas en las muñecas, cicatrices en el abdomen, fracturas mal curadas. No eran accidentes. Era tortura.
¿Quién la trajo? preguntó, sin apartar la vista de ella.
Su marido, respondió la enfermera. Dice que se cayó por las escaleras.
Javier apretó la mandíbula. Sabía que las escaleras no dejaban esas marcas.
Media hora después, la mujer estaba en el quirófano. Mientras operaba, descubrió algo más: marcas en la piel, como si alguien hubiera querido borrar su identidad.
Lucía, murmuró, cuando terminemos, busca al marido. Que no se mueva de recepción. Y llama a la policía. En silencio.
La operación fue larga, pero al final, la vida de la mujer estaba a salvo. Fuera, un aguacil lo esperaba.
El capitán Delgado viene en camino, dijo el agente. ¿Qué puede decirme?
Javier enumeró las lesiones: hemorragia, fracturas antiguas, quemaduras. No es un accidente. Es maltrato. Sistemático. Y el culpable probablemente está en recepción.
Minutos después, el capitán Delgado, hombre de mirada aguda, interrogó al hombre bien vestido que se retorcía las manos.
¿Cómo se lastimó su esposa?
Se cayó, repitió él, demasiado rápido.
¿Las quemaduras también? preguntó Javier con frialdad.
El hombre palideció.
Dentro, la mujer, ahora consciente, lloraba en voz baja.
¿Me va a doler más si hablo? susurró.
Lo protegeremos, dijo Delgado.
Cuando el marido irrumpió, gritando amenazas, el capitán lo esposó.
Está detenido por agresión.
La mujer, entre lágrimas, respiró aliviada.
Gracias, murmuró. No recordaba lo que era sentirse segura.
Una semana después, Javier la vio sonreír junto a su madre.
La salvó dos veces, dijo la anciana. De la muerte y del infierno.
Solo miré más allá, respondió él.
Esa noche, bajo las estrellas, Javier pensó en cuántas mujeres seguían callando. Pero ahora sabía: cuando un médico ve no solo el cuerpo, sino el alma, no solo cura. Resucita. Y en eso reside la verdadera medicina.





