Todo iba bien criando a los trillizos… hasta que uno de ellos empezó a decir cosas inexplicables

Todo parecía normal al criar a mis trillizos hasta que uno de ellos comenzó a decir cosas inexplicables.

Los criamos igual, pero un día, uno empezó a hablar de cosas que ningún niño de siete años debería saber.

Desde el principio, la gente bromeaba diciendo que nunca los distinguiríamos. Por eso les regalamos pajaritas: azul, roja y verde esmeralda. Tres niños idénticos, con ropa a juego, un lenguaje secreto entre ellos y la extraña habilidad de completar las frases del otro. Era como criar un solo alma dividida en tres cuerpos.

Pero entonces Adrián el del lazo verde esmeralda comenzó a despertarse llorando. No por pesadillas. Por lo que él llamaba “recuerdos”.

¿Os acordáis de la casa vieja con la puerta roja? preguntó una mañana.
Nosotros no la recordábamos. Nuestra casa nunca tuvo una puerta roja.

¿Por qué ya no vemos a la señora Luján? Siempre me daba caramelos de menta.
No conocíamos a nadie con ese nombre.

Luego llegó la noche en que murmuró: Echo de menos el Seat verde de papá ese con el parachoques abollado.
Nunca habíamos tenido un Seat.

Al principio nos reímos, pensando que era su imaginación. Pero el tono de Adrián no era juguetón. Hablaba con una calma inquietante, como si recordara su propio pasado.

Pronto comenzó a dibujar. Hoja tras hoja, siempre el mismo lugar: una casa con puerta roja, tulipanes en el jardín y hiedra trepando por la chimenea. Sus hermanos lo encontraban “inquietante”. Adrián solo parecía triste, como si hubiera perdido algo valioso.

Un día, mientras rebuscaba en cajas del garaje, me preguntó por su vievo guante de béisbol.
Tú no juegas al béisbol, chico le dije.
Sí lo hacía respondió en voz baja. Antes de la caída. Se tocó la nuca.

Entonces lo llevamos al médico. El pediatra nos derivó a un psicólogo. La Dra. Vázquez lo escuchó y dijo que esos recuerdos no eran fantasías infantiles. Algunos los llaman memorias de vidas pasadas explicó. Es discutible, sí, pero para él son reales.

No quería creerlo. Pero luego, la Dra. Rojas, una investigadora, le preguntó por videollamada:
¿Cómo te llamabas antes?
Javi dijo él. Javi Molina o Moliner. Vivía en Toledo. En una casa con puerta roja.

Contó cómo se cayó de una escalera mientras recogía una bandera. Un golpe en la cabeza. Dolor. Oscuridad.

Días después, la Dra. Rojas nos llamó. Había encontrado un registro: Javier Moliner, Toledo. Murió en 1987 a los siete años. Fractura de cráneo por una caída.

La foto que nos envió me heló la sangre. El niño se parecía a Adrián. El mismo rizo rebelde. Los mismos ojos.

Después, Adrián pareció más tranquilo, como si cerrara un capítulo. Los dibujos cesaron. Los recuerdos se desvanecieron. Volvió a jugar con sus hermanos, riendo como antes.

Pero entonces llegó una carta. Sin remite. Dentro, una foto de una casa con puerta roja, tulipanes en el jardín, hiedra en la chimenea. Una firma temblorosa: *Pensé que os gustaría verla. Sra. Luján*

Nunca le habíamos contado a nadie lo de la señora Luján. Solo a Adrián. Y a la Dra. Rojas, que desde entonces desapareció sin rastro.

Años después, cuando Adrián cumplió quince, encontré una caja de zapatos bajo su cama. Dentro, una única canica azul con espirales verdes. En el fondo, una nota escrita con letra infantil: *Para Adrián de Javi. Tú la encontraste.*

Cuando le pregunté de dónde venía, sonrió.
Algunas cosas no necesitan explicación, papá.

Aún no sé si creo en vidas pasadas. Pero creo en Adrián. En la paz que lleva dentro, en la sabiduría que no debería tener a su edad, en cómo a veces mira al cielo como si recordara algo lejano.

Los niños llegan con sus propias historias. A veces, esas historias no son para que las entendamos. Solo para que las abracemos.

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Todo iba bien criando a los trillizos… hasta que uno de ellos empezó a decir cosas inexplicables