En la región de Castilla-La Mancha, en un pequeño pueblo llamado Valdepeñas, conocido por sus tranquilas calles y sus viñedos, ocurrió algo que nadie olvidaría. En 1988, una pareja desapareció sin dejar rastro, como si se la hubiera tragado la tierra. La casa estaba intacta: la cena servida, los coches en el garaje, pero ellos ya no estaban. La Guardia Civil buscó por todos los rincones, en los campos, en los ríos, en las sierras, pero no encontraron ni una pista. Era como si se los hubiera llevado el viento.
El 15 de marzo de 1988, una tormenta de polvo cubrió los caminos de Valdepeñas. Ese día, Javier Martín, un mecánico de 40 años muy querido en el pueblo, cerró su taller antes de lo habitual. Su esposa, Lucía González, maestra de primaria de 29 años, estaba en casa preparando la cena. Los vecinos recordaban que en las semanas anteriores habían escuchado discusiones fuertes en su casa de paredes amarillas. Elena Ruiz, la vecina de al lado, contó que algunas noches se oían gritos.
Nadie imaginó lo que iba a pasar. Javier llegó a casa sobre las 18:30. Su furgoneta azul fue la última vez que alguien la vio en el garaje. Lucía había puesto la mesa para dos, pero la comida nunca se tocó. Al día siguiente, la pareja debía viajar a Toledo para visitar a la hermana de Lucía, Marta. Tenían reserva en un hostal y Marta los esperaba para cenar el sábado. Pero nunca llegaron. Cuando Marta no recibió noticias el domingo, llamó una y otra vez sin respuesta. Preocupada, avisó a la policía.
El sargento Antonio Méndez fue el primero en llegar a la casa el lunes 18. Todo estaba en su sitio: el bolso de Lucía sobre la mesa, la cartera de Javier en el dormitorio. Solo había algo raro: una mancha oscura en el suelo de la cocina, como si alguien hubiera limpiado algo a toda prisa. La investigación se complicó cuando descubrieron que Javier había sacado 100.000 pesetas de su cuenta tres días antes. Lucía, por su parte, había pedido una baja médica en el colegio por “problemas familiares”.
El cabo Luis Herrera, un veterano con 25 años de servicio, tomó el caso. Las entrevistas pintaban un matrimonio estable: Javier era un mecánico honrado, Lucía una maestra querida. Pero poco a poco salieron detalles inquietantes. Isabel Sánchez, compañera de Lucía, dijo que en invierno la había visto con moratones en los brazos. Lucía los atribuía a caídas. El hermano de Javier, Francisco, confesó que este bebía demasiado y se había vuelto celoso.
La búsqueda se extendió por toda la provincia. Revisaron pozos, cuevas y olivares, pero no encontraron nada. Tres semanas después, un pastor halló ropa quemada cerca del río Guadiana. Había una blusa de flores que Marta reconoció como de Lucía y una camisa de trabajo como las de Javier. Pero los análisis no dieron pistas. El caso se enfrió.
En verano, Rosa Jiménez, una limpiadora que había trabajado para los Martín, contó algo escalofriante: una vez encontró a Lucía encerrada en el baño, llorando, con marcas en el cuello. También dijo que Javier revisaba obsesivamente el teléfono de su mujer. En una discusión, la acusó de tener un amante.
Los investigadores descubrieron que Lucía tenía una amistad cercana con Daniel Morales, un profesor de gimnasia que desapareció del pueblo dos semanas después que ellos. Daniel había dicho que se iba a Andalucía, pero era mentira. Su piso estaba abandonado. Herrera empezó a sospechar que todo estaba relacionado.
Pasaron los años sin respuestas. El caso se archivó, pero la hermana de Lucía, Marta, nunca dejó de buscar. En 2010, trabajadores de Medio Ambiente hallaron algo espantoso en los humedales de las Lagunas de Ruidera: huesos envueltos en plásticos viejos. Era la pareja, y también Daniel. Los forenses vieron que los tres habían muerto violentamente.
La investigación se reabrió. Los golpes en el cráneo de Lucía coincidían con una herramienta pesada, como las de Javier. Pero él también tenía heridas mortales. Todo apuntaba a un asesino externo. Revisando viejos testimonios, encontraron algo: un hombre que se hacía pasar por investigador privado, preguntando por Lucía meses antes.
La pista llevó a Manuel Bravo, un exmilitar obsesionado con el adulterio. Tenía antecedentes por acoso y había estado en otros casos similares. Cuando lo localizaron en Murcia, ya anciano y con demencia, habló de “limpiar la sociedad de infieles”. Nunca llegó a juicio, pero las familias por fin supieron la verdad.
En marzo de 2011, Marta hizo un homenaje a su hermana, a Javier y a Daniel. Después de 23 años, la justicia llegó. El pantano había guardado el secreto, pero al final, la verdad salió a la luz.





