¡Lola perdió su entrevista de trabajo por salvar a un anciano que se desmayaba en una transitada calle de Madrid! Pero cuando entró en la oficina, casi se le va el alma de lo que vio
Lola abrió su monedero, contó los pocos billetes arrugados que quedaban y soltó un suspiro profundo. El dinero se le escapaba como agua entre los dedos, y encontrar un trabajo decente en Madrid se estaba volviendo una odisea. Hizo mentalmente la lista de la compra para calmar el nudo en el estómago. En el congelador quedaban unas pechugas de pollo y hamburguesas precocinadas. La despensa tenía arroz, pasta y una caja de infusiones. Con un litro de leche y una barra de pan de la panadería de la esquina, podría apañarse un poco más.
“Mamá, ¿a dónde vas?” La pequeña Lucía salió corriendo de su habitación, con esos ojos marrones enormes mirándola con inquietud.
“Tranquila, mi vida,” dijo Lola, esforzándose por sonreír. “Solo voy a una entrevista de trabajo. Pero adivina qué: la tía Carla y su hijo Adrián vienen ahora a pasar el rato contigo.”
“¿Viene Adrián?” La cara de Lucía se iluminó, aplaudiendo emocionada. “¿Traerán a Canela?”
Canela era el gato atigrado de Carla, un peluche viviente que a Lucía le encantaba. Carla, su vecina, se había ofrecido a cuidar de la niña mientras Lola iba a una entrevista en una empresa de distribución alimentaria en el centro. Llegar hasta la oficina en Madrid suponía un buen paseo en metro y autobús, más tiempo del que duraría la entrevista en sí.
Llevaban ya dos meses desde que Lola y Lucía se mudaron a la capital. A veces, Lola se arrepentía de esa decisión precipitada: empezar de cero con una niña pequeña, gastarse casi todos los ahorros en el piso y la comida, confiando en encontrar trabajo rápido. Pero el mercado laboral en Madrid era durísimo. A pesar de sus dos carreras y su empeño, conseguir algo estable parecía misión imposible. En su pueblo de Toledo, su madre, Carmen, y su hermana pequeña, Sara, dependían mucho de ella. Sin Lola, la cosa se les complicaba.
“Canela se queda en casa, cariño,” le dijo Lola con dulzura. “No le gustan los viajes. Pero pronto iremos a casa de la tía Carla y podrás achucharlo todo lo que quieras.”
“¡Yo quiero un gato!” Lucía frunció el ceño, cruzando los brazos.
Lola se rio suavemente. Lucía siempre hacía lo mismo cuando salía el tema de las mascotas. En Toledo, en casa de la abuela Carmen, habían dejado a Sombra, su gato negro, y a un perrito ladrador llamado Canela. Lucía jugaba con ellos cada vez que iban de visita, y ahora los echaba mucho de menos.
“Cariño, este piso es de alquiler,” le explicó Lola. “El casero no deja tener animales.”
“¿Ni un pececito?” preguntó Lucía, arqueando las cejas.
“Ni un pececito.”
Las mascotas eran lo último en lo que Lola podía pensar ahora. Su cabeza solo daba vueltas a una cosa: encontrar trabajo. Sus ahorros se acababan, y cada día la angustia crecía. Al menos había pagado seis meses de alquiler por adelantado, pero eso casi le dejó la cuenta a cero.
El timbre sonó, sacándola de sus pensamientos. Carla y su hijo Adrián, de cinco años, esperaban en la puerta. Carla, como siempre, llevaba un taper de galletas caseras de chocolate y un trozo del famoso bizcocho de limón de su madre. Igual que Lola, Carla era madre soltera, pero vivía con sus padres en un piso pequeño cerca. Ahorrar para un piso propio en Madrid era como esperar que te toque el euromillón.







