Quería lo mejor para todos

¡Sí, ya sé que no estáis obligados! ¿Pero es que vais a dejar al niño sin ropa de abrigo en pleno invierno? ¿Acaso te crié así, Santi? insistía la suegra.

El teléfono reposaba sobre la mesa. Tras varios altercados familiares, Santiago había aprendido la lección: cuando su madre llamaba, mejor poner el altavoz y hablar con Lidia Serrano juntos. Si no, ella los destrozaría uno por uno.

Lidia Serrano, no es que nos neguemos a ayudar replicó Cristina. Pero si cuidar de Javi os resulta tan difícil, entonces dejad que nos ocupemos nosotros. Ana no tiene problema, ya hablé con ella.

La suegra guardó silencio unos segundos. Sin duda, sopesaba qué le convenía más: librarse de responsabilidades no deseadas o mantener el control sobre su hija. Al final, ganó la segunda opción.

¡Ni siquiera sabéis en qué os estáis metiendo! respondió Lidia con desdén. Vosotros no habéis tenido ni un niño ni un gato en vuestra vida. Los dos trabajáis todo el día, ¿quién va a hacerse cargo? ¿O creéis que los niños crecen solos como malas hierbas? ¡Necesitan cuidados, atención, cariño!

Lo entiendo dijo Cristina con calma. Pero si es necesario, nos las apañaríamos. Yo dejaría mi trabajo. Imagina que me voy de baja maternal en lugar de Ana.

Ajá, ¿y con qué vais a vivir, ricachones?

Usted misma dice que lo que gano no es nada. Pues nos apañaríamos sin esos céntimos.

La suegra se calló. Santiago suspiró, agotado: Cristina era nueva en la familia, pero él ya estaba harto de tanta presión.

Bueno, ya veo. Me ponéis un ultimátum finalmente masculló Lidia. Sois jóvenes, imprudentes, no entendéis lo que implica. Yo solo quiero ayudar, cargar con todo el peso. Pero seguid así. Mientras os empeñáis en vuestro orgullo, el niño pasa frío y se enferma por vuestra culpa.

Colgó sin más. Cristina se sentó junto a Santiago, lo abrazó y recordó cómo había empezado todo.

…Al principio, Lidia Serrano parecía una mujer amable y acogedora, aunque algo caprichosa. Recibía a Cristina en su casa con una sonrisa, aunque aún no era su nuera. Preparaba mesas repletas de manjares y, cuando se iban, les llenaba las maletas de comida.

Pronto, Lidia se convirtió en una presencia constante en la vida de Cristina. Llamaba cada día, preguntaba si todo iba bien, si Santiago la trataba bien, la invitaba a visitarla. Incluso ayudó a ingresar a la madre de Cristina en el hospital, usando sus contactos para que la atendieran bien. Cristina le estaba agradecida.

Pero también notaba algo raro. Si no contestaba al teléfono o cortaba la llamada por prisas, Lidia cambiaba por completo. Pasaba semanas sin llamar, hablaba con frialdad y esperaba disculpas.

Claro, ahora sois tan importantes que ya no me necesitáis decía ofendida.

Cristina lo tomaba a broma, pero sentía que el “cariño” de su futura suegra era pegajoso.

Lidia tenía una hija, Ana. La cuñada también le causaba sensaciones encontradas. Ana casi nunca sonreía, se sobresaltaba con los ruidos, siempre buscaba refugiarse en su habitación. Cristina lo atribuía a la edad: solo tenía dieciséis años.

¿Qué le gusta a Ana? preguntó Cristina un día antes de Navidad. No sé qué regalarle.

A ella no le gusta nada respondió Lidia irritada. Pasa el día pegada al teléfono. Todo le molesta, todo le pesa. No tiene ambiciones. Una vaga…

Ahí, Cristina entendió que algo no funcionaba entre madre e hija. Su propia madre siempre hablaba bien de ella y sabía perfectamente qué le gustaba.

Más tarde, confirmó que Lidia menospreciaba a Ana. Podía sonreírle a su nuera y, al instante, gritarle a su hija por no fregar bien los platos. “Las amistades equivocadas, la forma de caminar, la música que escucha…” Y eso era solo lo que Cristina veía.

No fue sorpresa cuando, a los dieciocho, Ana se casó apresuradamente. No por amor, sino para huir de casa.

¡Menuda tonta! se quejaba Lidia. Se ha liado con un don nadie. Cree que la felicidad está en otra parte. ¡La dejará en un mes!

Como Ana escapó, Lidia volcó toda su atención en Santiago y Cristina. Si antes le parecía una mujer peculiar pero amable, ahora no sabían dónde esconderse. Consejos no pedidos, visitas sorpresa, preguntas constantes sobre “¿y los nietos cuándo?” Todo el repertorio.

Cristina, ¿por qué no dejas esa tienda? Te pagan una miseria le dijo Lidia un día. Yo podría colocarte en un sitio mejor.

Para entonces, Cristina ya sabía: si aceptaba, estaría eternamente en deuda. Lidia exigiría sumisión total y, si se le antojaba, la haría despedir.

No, gracias, me gusta mi trabajo. Además, mis compañeras son geniales.

Lidia frunció el ceño, cruzó los brazos y miró hacia la ventana.

Bueno, allá tú refunfuñó. Solo quiero lo mejor para que no viváis al día. Pero si no quieres progresar, no puedo hacer nada.

Por cierto, Lidia casi acertó sobre Ana. El matrimonio duró año y medio, no un mes. Y en ese tiempo, Ana tuvo un hijo.

Aunque no eran cercanas, un día Ana estalló. Primero, pidió consejos sobre su matrimonio, luego rompió a llorar.

Casi no viene a casa confesó. Dice que se queda con amigos, pero no soy tonta… Ya le he pillado mintiendo. No sé dónde duerme, pero no es con ellos. Y eso es solo el principio… Una vez hasta levantó la mano.

Ana, esto es grave… Deberías irte.

¿Adónde? ¿A casa de mi madre? No, gracias, prefiero aguantar aquí.

Eso lo decía todo. Ana prefería soportar infidelidades y miedo antes que volver con Lidia. “Allí debe ser peor”, pensó Cristina.

Pero pronto, el marido de Ana pidió el divorcio. Alegó que no estaba preparado para la familia. En realidad, había encontrado a otra.

El niño se quedó. Ana volvió con su madre, y entonces empezó el infierno. Lidia la llamaba inútil, mala madre, le reprochaba no haber estudiado, le auguraba una vida miserable. Aunque al menos cuidaba del niño mientras Ana trabajaba.

Hasta que un día, Ana se hartó. Empacó sus cosas y se fue, dejando al niño atrás.

Me gustaría llevarme a Javi, pero ¿adónde? le confesó a Cristina después. Ahora vivo en casa de una amiga. Necesito estabilizarme, ir al psicólogo… Mamá me llevaba al límite. Sé que Javi no tiene culpa, pero cuando me desbordan las emociones y él llora… Necesito tiempo.

Mientras Ana se rehacía, Lidia volvió a acosar a Santiago y Cristina. Se quejaba de su hija y exigía ayuda con el niño. Decía que el dinero ya no le alcanzaba y que su salud empeoraba.

Cristina veía claro que, si Javi se quedaba allí, no tendría futuro. Ana aún sufría las secuelas del “amor” de Lidia. Santiago apenas hablaba de ello, pero también cedía ante su madre cuando no debía.

Fue él quien propuso acoger al niño, aunque no se atrevía a decírselo a su madre. Pero Cristina estaba segura de que, si se unían, lo lograrían.

Ana, ¿quieres que Javi pase por lo mismo que tú? E

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