Nunca amé a mi esposa y siempre se lo dije: la culpa no era suya vivíamos bien.
Me llamo Javier Mendoza, vivo en Toledo, donde el eco de los días oscuros aún resuena en nuestras almas. Nunca amé a mi esposa, Lucía, y se lo confesé con una amargura que apenas podía soportar. Ella no merecía eso nunca lloró, no me reprochó, siempre fue dulce, atenta, casi una santa. Pero mi corazón seguía frío, como el río Tajo en invierno. No había amor, y eso me devoraba por dentro.
Cada mañana despertaba con el mismo pensamiento: irme. Soñaba con encontrar a una mujer que encendiera fuego en mí, que me dejara sin aliento. Pero el destino me jugó una mala pasada y lo trastocó todo, dejándome perdido. Lucía era cómoda como un sillón viejo. Cuidaba la casa a la perfección, era hermosa, y mis amigos decían: “¿Dónde encontraste a esa joya, afortunado?” Ni yo mismo sabía por qué merecía su lealtad. Un hombre corriente, sin nada especial, y ella me amaba como si fuera su mundo entero. ¿Cómo era posible?
Su amor me ahogaba. Peor aún era pensar que, si me iba, otro la conquistaría. Alguien más exitoso, más guapo, más rico alguien que valorara lo que yo no veía. Cuando la imaginaba en brazos de otro, una ira ciega me consumía. Era mía aunque nunca la hubiera amado. Ese instinto de posesión era más fuerte que yo, más que la razón. ¿Pero se puede vivir una vida entera junto a quien no te hace latir el corazón? Creí que sí, pero me equivoqué había una tormenta dentro de mí que no podía contener.
“Se lo diré mañana,” decidí al acostarme. Por la mañana, con el café humeante, reuní el poco valor que tenía. “Lucía, siéntate, hablamos,” dije, clavando mis ojos en los suyos, tranquilos. “Claro, mi vida, ¿qué pasa?” respondió ella con su ternura habitual. “Imagina que nos divorciamos. Me voy, vivimos separados” Se rio, como si fuera un chiste: “¡Qué cosas dices! ¿Esto es un juego?” “Escucha, hablo en serio,” la interrumpí. “Bueno, vale. ¿Y qué más?” preguntó, aún sonriendo. “Dime la verdad: ¿encontrarás a alguien si me voy?” Se quedó inmóvil. “Javier, ¿qué te pasa? ¿Por qué piensas eso?” su voz tembló de preocupación. “Porque no te amo y nunca lo hice,” solté, como un golpe.
Lucía palideció. “¿Qué? ¿Estás bromeando? No entiendo.” “Quiero irme, pero la idea de verte con otro me enloquece,” confesé, con la voz quebrada. Calló unos segundos y luego, con tristeza serena, respondió: “No encontraré a nadie mejor que tú, no te preocupes. Vete, me quedaré sola.” “¿Lo prometes?” solté sin pensar. “Sí,” asintió ella, mirándome fijo. “Espera, ¿pero adónde iré?” vacilé. “¿No tienes dónde estar?” preguntó, sorprendida. “No siempre estuvimos juntos. Supongo que me quedaré cerca,” murmuré, sintiendo cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. “No te preocupes,” dijo Lucía. “Tras el divorcio, cambiaremos nuestra casa por dos más pequeñas.” “¿En serio? No esperaba que me ayudaras tanto. ¿Por qué?” balbuceé, aturdido. “Porque te amo. Cuando se ama, no se ata con cadenas,” sus palabras cayeron como una condena.
Pasaron meses. Nos divorciamos. Luego llegaron los rumores: Lucía mintió. Encontró a otro alto, seguro, de sonrisa cálida. El piso que heredó de su abuela ni siquiera lo compartió. Me quedé sin nada sin hogar, sin familia, sin fe en nadie. La traición me alcanzó como una puñalada, y hasta hoy escucho su voz: “Me quedaré sola.” Mentira. Fría, calculadora, y yo creí, como un idiota.
¿Cómo confiar en las mujeres ahora? No lo sé. Mi vida con ella era cómoda, pero vacía, y ahora ni eso tengo. Estoy en una habitación alquilada, mirando la pared, reviviendo esa conversación. Su calma, sus palabras todo fue una máscara. Mis amigos dicen: “La culpa es tuya, Javier, ¿qué esperabas?” Y tienen razón. No la amaba, pero quería retenerla como un objeto. Y ella se fue, dejándome en la soledad que tanto temía. Quizá sea mi penitencia por el frío, por el egoísmo, por no valorar su corazón. Ahora estoy solo, y el silencio duele más que su partida. ¿Qué piensan de mí? Ni siquiera sé quién es el mayor necio si ella o yo.





