– ¡Ay, Dios mío! ¿Qué le pasa? ¿Cómo está? – exclamó la suegra. – Está dormido. Pero no te preocupes, tiene un poco de fiebre, nada grave, al fin y al cabo ya empezó el invierno.

¿Cómo que está malito? ¿En qué estado está? exclamó la suegra, con los ojos como platos.

En modo durmiente. Pero no es nada grave, tiene un poquito de fiebre, cosas del invierno.

¡Eso no es solo invierno! Es por tu trabajo, ¡traes de la caja del súper todo lo que pillas! ¿Cuántas veces te digo que cambies de empleo?

Lucía dormía plácidamente cuando, de repente, un estruendo la despertó: ¡alguien había abierto la puerta de entrada! Se frotó los ojos y miró el despertador: ¡las ocho de la mañana en punto!

¿Javier, cariño, eres tú? preguntó Lucía, todavía medio dormida, mientras escuchaba los ruidos en el piso.

No hubo respuesta. Solo oyó cómo alguien abría la puerta del baño y se quedaba en silencio

Lucía se envolvió en su bata a toda prisa y salió corriendo, descalza, hacia el baño.

Al abrir la puerta, se quedó de piedra.

Su Javier estaba frente al espejo, estirando los labios y admirando su lengua protuberante.

Lucía, ¿es verdad que cuando uno está malito, la lengua se pone blanca? preguntó él con seriedad.

¿Tú qué, estás malito? dijo ella, todavía adormilada.

Parece que sí contestó Javier, tocándose la frente con preocupación. Necesito el termómetro. ¿Dónde está? Déjame acostarme. Hasta me han mandado a casa del trabajo. A lo mejor hay que llamar al médico.

Lucía sacó el termómetro. Efectivamente: 37,2. Vaya, empezó el invierno, y Javier se ha resfriado. La médica llegó una hora después y le dio la baja.

Lucía llamó a su madre:

¿Podrías recoger a Danielito de la guardería? No puede venir a casa, que Javier está malito.

Su madre casi saltó de alegría: adoraba a su nieto, vivía sola y Daniel era su alegría.

¿Y qué le pasa a Javierito? ¿Algo grave?

No, nada del otro mundo. Vino la médica, le dio la baja, recetó unas cosas a descansar.

¿Y tú cómo estás? se preocupó su madre.

¡Todo bien! Tengo que ir al trabajo para el turno de tarde, le pediré a la suegra que pase a ver cómo está Javier. Y así toda la semana Bueno, gracias, mamá, hablamos.

¿Ahora qué? Pues toca hacer un caldito de pollo ligero, pero primero hay que ir al súper, aparte de a la farmacia. Sacar las alitas del congelador, comprar zanahorias y patatas

En la farmacia compró lo necesario. A la hora de comer, despertó a su marido.

Javi, levántate, come un poco de sopa dijo Lucía, zarandeándole el hombro.

Javier se incorporó de golpe, desorientado.

Ay, me siento fatal ¿Me la puedes traer a la cama? No llego hasta la cocina.

¿Tan mal estás? Bueno, vale, te la traigo. Luego te mido la fiebre

Tras la sopa, el termómetro seguía marcando 37,2. Lucía le dio las pastillas. Javier se giró hacia la pared y se durmió de nuevo. Menos mal. Ojalá ella no se contagiara: a él le pagaban la baja completa, pero en el súper donde trabajaba Lucía no era tan fácil. Y con las hipotecas, no podía permitirse enfermar. Llamó a su suegra:

Carmen, Javier está malito. Si puedes, échale un ojo esta tarde. En el súper siempre hay mucha gente, no podré llamarle.

¿Cómo que está malito? ¿En qué estado está? exclamó la suegra, alarmada.

Dormido. Pero no es grave, poquita fiebre, cosas del invierno.

¡Eso no es solo invierno! Es por tu trabajo, ¡llevas de la caja del súper todos los virus! ¿Cuántas veces te digo que busques otro empleo?

Carmen, ¡yo no estoy enferma! Además, tú misma dices que Javier de pequeño pillaba todo. Han bajado las temperaturas, esto no es culpa mía

Para cortar la conversación, Lucía colgó rápido. Carmen tenía la habilidad de hacer de un grano una montaña, y era probable que en una hora apareciera en casa. Bueno, al menos así no tendría que preocuparse, porque ella debía irse al trabajo.

Efectivamente, la suegra llegó cargada con cajas de infusiones milagrosas para su hijo, porque “nunca vienen mal”. Bueno, allá ella. Se puso a dar grititos al cambiarle la camiseta sudada, exclamando:

¡Pero si está empapado! ¡Así va a empeorar! ¿Cómo no te has dado cuenta?

Carmen, estaba durmiendo, ¿qué iba a hacer?

Lucía se fue al trabajo. A las pocas horas, empezó a sentirse débil. ¡Genial, ahora ella también! Pero no podía flaquear, tenía que aguantar el turno. Por la noche, se midió la fiebre: más alta que la de Javier. Quiso quejarse con él, pero él estaba en su mundo.

Me duele todo y tengo escalofríos. Mi madre me dio té con miel y frambuesa, parecía que mejoraba, pero ya vuelvo a estar fatal. ¿Qué debería tomar?

Pues toma algo dijo Javier, sin apartar la vista de su lengua en el espejo. Sigue blanca

No, no podía enfermar. Y tampoco tenía a quién quejarse: si le decía a su madre, la bombardearía con llamadas; la suegra la culparía, y su marido seguía en su nube.

Decidió aguantar, tomar pastillas a escondidas e ir a trabajar. Las facturas no se pagan solas.

Toda la semana, Javier disfrutó de su papel de convaleciente, como si nadie en el mundo sufriera tanto como él. Aunque el termómetro marcara 37 justos, él juraba estar al borde del abismo.

La suegra aparecía cada dos por tres con sus infusiones y consejos no solicitados. Lo último que quería Lucía era cruzársela en casa, con su cara de no haber pegado ojo en días.

Javier no notaba nada: entre la tele y el móvil, apenas levantaba la cabeza. Al volver del trabajo, Lucía se medía la fiebre, y al cuarto día, por fin, estaba normal.

Aunque débil, había aguantado. Javier, en cambio, prolongó su reposo real como un rey: comida en la cama, que le midieran la temperatura, que le trajeran agua

La suegra decía que de pequeño enfermaba mucho, pero en cinco años de matrimonio, esta era su primera gripe, ¡y vaya drama!

Cualquier molestia mínima era un suplicio, con quejidos constantes.

La semana siguiente, le dieron el alta. Daniel volvió a casa. Al día siguiente, Javier iría a trabajar.

Sentados en la cocina con su té vespertino, él reflexionaba:

De pequeño lo llevaba mejor, pero esto ha sido durísimo, no te imaginas

¿Tanto? ¿Qué hubo de especial?

¡Fácil hablar cuando estás sana!

¡Pues yo también lo pasé! Pero estabas demasiado ocupado sufriendo para darte cuenta.

Javier la miró incrédulo, luego sonrió con complicidad, como pillándola en una mentira:

¿Estás de broma, no? Bueno, vámonos a dormir.

Lucía suspiró. No, no se había enterado de nada.

Bueno total

Como dice el chiste: una mujer que ha parido solo puede imaginar lo que siente un hombre con 37 de fiebre.

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– ¡Ay, Dios mío! ¿Qué le pasa? ¿Cómo está? – exclamó la suegra. – Está dormido. Pero no te preocupes, tiene un poco de fiebre, nada grave, al fin y al cabo ya empezó el invierno.