¡No me acuerdo porque nunca pasó! dijo Pelirrojo con una seriedad que contrastaba con sus ojillos de abuelo bueno.
La conversación murió ahí, y cada cual siguió su camino.
«¿Y para qué mintió? pensaba Greta. ¡Si se le veía en la mirada que mentía como un bellaco!»
¿Quieres que sea tu Kay? le propuso Pelayo «Pelirrojo» a su compañera de clase, Greta Sotomayor, que le gustaba desde que tenían once años.
¿Qué Kay ni qué niño muerto? se sorprendió la niña.
¡Pues el de la historia! ¿No te la sabes? La Reina de las Nieves lo hechizó, y Greta lo salvó.
¡Que lo salva Gerda, pardillo! replicó Greta con desdén. ¡Menudo experto en Andersen!
¿Qué más da? Greta, Gerda se encogió de hombros Pelirrojo, que no se complicaba con detalles. La pregunta es: ¿quieres que sea tu Kay?
La niña no quería. Pelayo era orejudo, enclenque y le sacaba media cabeza. Aunque, pensándolo bien, salvarlo habría sido pan comido. Pero ella, fuerte y alta, ¿cómo iba a pasearse luego con un enano rescatado? ¡Qué vergüenza! Además, su corazón ya tenía dueño: el gandul de Miguel «el Gordo».
Que, por cierto, estaba allí cerca, escuchando la conversación con orejas de mercadillo.
Así que Greta, ajustándose el lazo, soltó con desprecio (y para que Miguel lo oyera):
¡Qué Kay ni qué leches! ¡No valdrías ni para el reno! Así que, Kay, lárgate y no me toques los cojines.
Miguel soltó una carcajada, Pelirrojo le lanzó una mirada aterrada y salió pitando. Al día siguiente, delante de toda la clase, la llamó «Greta la croqueta»: ¡Me vengaré, y mi venganza será terrible!
Bueno, ¿qué esperabas, Sotomayor? ¡Ningún hombre soporta bien que le partan el corazón! Aunque fuese un crío enclenque
Pelirrojo tenía una inteligencia que compensaba con creces su falta de músculo. Pero aquel día, tras el rechazo de su amada, no supo reaccionar. Cualquiera habría hecho lo mismo.
Y entonces no solo se rio Miguel, sino toda la clase: ¡el mote era graciosísimo! «Greta la croqueta» ¡Qué arte! Claro que entonces aún no existía la palabra «crack», pero el efecto era el mismo.
Naturalmente, cuando Greta se quejó en casa del mote, sus padres la consolaron. Hasta que un día, su padre, ayudándola con matemáticas y perdiendo la paciencia, soltó:
¡Pues tiene razón Pelayo! ¡Lo que tienes en la cabeza es un batiburrillo!
Y añadió:
¡Déjale recuerdos de mi parte!
Pelirrojo también tuvo la culpa de eso: hasta entonces, su padre nunca le había faltado al respeto
Para el baile de graduación, los rencores se habían disipado. Todo lo malo los amores, los odios, las ofensas quedó en la infancia. ¡Con la que estaba cayendo, quién iba a acordarse de tonterías! Hasta bailaron un par de veces. Pelayo, para entonces, había pegado el estirón y se había convertido en un chico alto y fibroso: iba al gimnasio.
A Miguel lo echaron en octavo y lo mandaron a Formación Profesional. Y querer a distancia era difícil. Así que, lo siento, Miguelito
Tras el instituto, los caminos se separaron: Greta estudió Magisterio, y Pelayo, como todo listillo, se fue a Ingeniería Aeronáutica.
A veces se cruzaban vivían cerca y cambiaban cuatro palabras. Luego, la vida los dispersó: se casaron, se mudaron. Las visitas al barrio fueron espaciándose, reduciéndose a cuando iban a ver a sus padres.
Algunas veces coincidían en las reuniones de antiguos alumnos. Pero pronto quedó claro que era mejor no ir, para no llevarse disgustos.
Con los años, los chicos se convirtieron en calvos con tripas cerveceras; las chicas, en señoras con kilos y pretensiones. Y Sotomayor no fue una excepción.
Nunca delgada, ahora era monumental, como una campesina de esos cuadros soviéticos. Solo le faltaba un cántaro de leche y una vaca de récord al fondo.
Sotomayor fue la norma; Pelirrojo, la excepción. Parecía haberse conservado en formol: seguía estilizado como el día que se graduó.
A los cuarenta y cinco, Greta era subdirectora en un colegio. Pedro Pelirrojo trabajaba como ingeniero la vida normal de cualquier hijo de vecino.
Y entonces llegaron los noventa. Para Greta la croqueta, eso coincidió con el matrimonio de su hija: Zoraida trajo a casa un







