Me voy. Las llaves de tu piso las dejo debajo del felpudo” – escribió el marido

«Me voy. Las llaves de tu piso las dejaré bajo el felpudo», escribió el marido.

¿Otra vez con lo mismo, Marina! ¿Es que no te cansas? Cada céntimo cuenta en esta casa, y tú pidiendo un abrigo nuevo. ¿Es que el viejo ya no sirve?

Óscar, no es que no sirva, es que está viejo. ¡Tiene siete años! Siete. Voy por ahí como un espantapájaros. Todas en el trabajo han renovado su armario tres veces, y yo parezco sacada del siglo pasado. ¿De verdad no merezco un simple abrigo?

¡Claro que lo mereces, cielo! Óscar alzó las manos, su rostro torcido en su habitual gesto de irritación. Pero no ahora. Sabes que tengo el proyecto justo ahora, todo el dinero está invertido. Cuando cierre el trato, te compro hasta un abrigo de visón. Aguanta un poco.

Llevo aguantando veinte años, Óscar. Toda nuestra vida he aguantado. Primero, mientras terminabas la carrera. Luego, mientras ahorrábamos para el primer coche. Después, por este piso, bueno, más bien por su reforma, porque era de mis padres. Siempre hay algo más importante que yo.

Marina se sorprendió de sus propias palabras. Normalmente tragaba saliva, se callaba y se iba a la cocina a prepararse un té para calmarse. Pero hoy algo se rompió. Se había acumulado demasiado. Miró a su marido con cansancio: aquel hombre que una vez fue su amor, su vida, y que ahora era casi un extraño, con la mirada apagada y la eterna expresión de descontento.

Ya empieza masculló él, cogiendo la chaqueta del perchero. El concierto por petición. No puedo seguir escuchando esto. Tengo una reunión.

¿Qué reunión a las nueve de la noche? preguntó Marina en voz baja, aunque ya sabía la respuesta. Esas «reuniones» se habían vuelto demasiado frecuentes en los últimos seis meses.

¡De negocios, Marina, de negocios! No todos podemos respirar polvo en una biblioteca hasta las seis. Hay gente que trabaja para que tú puedas soñar con abrigos nuevos.

La puerta se cerró de golpe, haciendo temblar los cristales del viejo aparador. Marina se estremeció y se quedó plantada en medio del recibidor. El silencio que siguió era espeso, como un caldo espeso. Fue lentamente a la cocina, puso el hervidor por inercia. Le temblaban las manos. No de rabia, sino de un vacío que le corroía por dentro. Sabía que no estaba en ninguna reunión. Sabía que había otra mujer, joven, radiante, de su trabajo. No quería creerlo, pero los pensamientos volvían una y otra vez, como moscas molestas.

El teléfono en el bolsillo de su bata vibró. Quizá se disculpaba, como siempre. Seguro que ponía algo como «Perdona, me he pasado. Hablamos cuando vuelva». Sacó el móvil. Un mensaje de Óscar. Pero las palabras eran otras.

«Me voy. Las llaves de tu piso las dejaré bajo el felpudo».

Ocho palabras. Cortas, secas, como hachazos. Las leyó una, dos, tres veces. Las letras bailaban ante sus ojos, negándose a formar sentido. No podía ser. Una broma cruel. No podía hacerle esto. Después de veinte años de matrimonio. Irse así, con un mensaje.

Corrió al dormitorio. Abrió el armario. Su lado estaba casi vacío. Desaparecieron sus mejores trajes, camisas, jerséis. En el estante quedaba olvidada una corbata solitaria. En la mesilla no estaban su reloj ni el cargador. Se lo había llevado todo. Preparado con antelación. La discusión por el abrigo solo fue la excusa.

Las piernas le fallaron y se sentó en la cama. Le faltaba el aire. Miraba el hueco vacío en el armario y no podía creerlo. Veinte años. Toda su vida adulta. Se conocieron en la universidad, se casaron al terminar. Vivieron en este mismo piso, que heredó de sus padres. Pintaron juntos las paredes, eligieron muebles, soñaron con hijos que nunca llegaron. Ella trabajaba en la biblioteca del barrio, él montó su pequeño negocio. La vida no era fácil, pero era su vida. Y ahora la había borrado con un mensaje.

Lo primero que hizo fue llamar a Lucía, su única amiga de confianza.

Lucía se ha ido susurró Marina, conteniendo el llanto.

¿Quién? ¿Adónde? preguntó Lucía, medio dormida. Marina, ¿qué pasa?

Óscar. Se ha ido. Para siempre. Me ha escrito que se marcha.

Silencio al otro lado de la línea.

¡Pero qué cabrón! exclamó Lucía con su vozarrón. ¡Te lo dije! Esas «reuniones nocturnas» no pintaban nada bueno. Bueno, tranquila. Volverá. Se le pasará la tontería y volverá, no tiene adónde ir.

No, Lucía. Se ha llevado sus cosas.

¿Todas?

Casi todas. Dijo que dejaría las llaves bajo el felpudo.

¡Ay, qué! Lucía buscaba palabras. Vale, quédate en casa, no salgas. Voy para allá. Compra vino. O mejor, orujo. Vamos a curar ese corazón roto.

Lucía llegó en cuarenta minutos con una bolsa de la compra y una botella de coñac. Entró decidida a la cocina, sacó queso, chorizo y limón.

Bueno, cuéntame. ¿Por qué habéis discutido?

Marina, algo más tranquila, le contó lo del abrigo, su eterno mal humor, el distanciamiento de los últimos meses.

Ajá asintió Lucía, sirviendo coñac. Se ha buscado una jovencita y se cree el rey del mambo. Y tú, con tus abrigos, no encajas en su nueva vida reluciente. Típico. Los hombres a su edad se vuelven locos. Crisis de los cuarenta, que les den.

Bebieron. El coñac le quemó la garganta, extendiendo un calor suave por su cuerpo.

¿Y ahora qué hago, Lucía? ¿Cómo sigo?

¡Sigues, tonta, sigues! Primero, cambia la cerradura. Mañana mismo, llama a un cerrajero. No vaya a darle por volver. Segundo, divorcio y reparto de bienes. ¿No tenía una empresa él?

La tenía la tiene. Pequeña, de instalación de ventanas. Pero todo está a su nombre. El coche también.

Pues perfecto. La mitad es tuya por ley. Que no se lo lleve todo. A ver si su nueva novia está tan contenta cuando llegue con una maleta.

Pasaron la noche hablando. Lucía no paraba, planeaba venganzas, insultaba a Óscar, mientras Marina callaba, mirando fijamente la pared. No quería venganza. Quería volver atrás, a la mañana en que él aún estaba allí, tomando café juntos, cuando todo era normal.

Por la mañana, Lucía se fue a trabajar y Marina se quedó sola en el piso vacío. El silencio pesaba. Cada crujido del suelo recordaba sus pasos. En la silla de la cocina colgaba su bata. La cogió, enterró la cara en la tela. Aún olía a él. Y entonces no pudo más, rompió a llorar, desconsolada, como una niña.

Los primeros días fueron un limbo. Cogió la baja, mintiendo sobre un resfriado. Pasaba el día en el sofá, mirando al techo. No comía, apenas dormía. El teléfono no sonaba. Óscar no llamaba. Como si nunca hubiera existido.

Al tercer día, se obligó a levantarse y llamó a un cerrajero. El hombre llegó rápido, miró la

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Me voy. Las llaves de tu piso las dejo debajo del felpudo” – escribió el marido