**Corazón herido, esperanza perdida: el camino hacia nuevos gozos**
“Lucía, entre nosotros todo ha terminado”, dijo fríamente Javier. “Quiero una familia de verdad, hijos. Tú no puedes dármelos. He presentado los papeles del divorcio. Tienes tres días para recoger tus cosas. Cuando te marches, avísame. Yo me quedaré en casa de mi madre hasta que prepare el piso para mi hijo y su madre. Sí, no te sorprendas, ¡mi nueva novia está esperando! Tres días, Lucía. ¡No me hagas esperar!”
Lucía guardó silencio, sintiendo cómo el suelo desaparecía bajo sus pies. ¿Qué podía responder? Llevaban cinco años intentando tener un hijo, pero tres embarazos terminaron en tragedia. Los médicos decían que estaba sana, pero siempre algo salía mal. Lucía llevaba una vida saludable y, durante los embarazos, era aún más cuidadosa. La última vez, se desmayó en el trabajo y la ambulancia no llegó a tiempo
La puerta se cerró tras Javier, y Lucía, sin fuerzas, cayó sobre el sofá. No tenía ánimos para recoger nada. ¿Adónde ir? Al casarse, vivió con su tía, pero esta ya no estaba; su primo había vendido la casa. ¿Volver al pueblo, a la casa de su abuela en Pinosierra? ¿Alquilar un piso? ¿Y el trabajo? Las preguntas nublaban su mente, pero no había tiempo para pensar.
Por la mañana, la puerta se abrió. Era su suegra, Carmen.
“¿No has dormido? Mejor”, dijo secamente. “He venido a asegurarme de que no te lleves nada que no sea tuyo.”
“No pienso llevarme los calcetines viejos de tu hijo”, replicó Lucía. “¿Vas a contar mis cosas?”
“¡Qué testaruda eres! Antes eras tan dulce y callada. Desde el principio le dije a Javier que tú no podrías darle hijos.”
“¿Vino solo para eso? Pues cállese y vigile.”
“¿Adónde llevas esos platos?”, protestó Carmen.
“Son míos, de mi tía. Un recuerdo de ella.”
“¡Sin ellos aquí quedará vacío!”
“Eso no es mi problema. Pero usted tendrá un nieto.”
“¡Llévate solo lo tuyo!”
“El portátil es mío, la cafetera y el microondas me los regalaron mis compañeros. El coche lo compré antes de la boda. Su hijo tiene el suyo.”
“Tienes de todo, ¡pero no puedes dar hijos!”
“Eso no es asunto suyo. Dios lo ha querido así.”
“¿No te duele? ¿O lo haces a propósito?”
“Está diciendo tonterías. Ni siquiera quiero pensarlo.”
Lucía miró alrededor: ya no quedaba nada suyo. El cepillo, los cosméticos, las zapatillas Algo importante faltaba. La suegra no la dejaba concentrarse. De pronto lo recordó: la figurita de la gata, un recuerdo de su abuela. Dentro guardaba un collar y un anillo, sin valor material, pero preciosos para ella. Javier los llamaba basura. ¿Lo habría tirado? Lucía abrió la puerta del balcón.
“¿Qué buscas ahí?”, dijo la suegra. “Termina y vete.”
Encontró la gatita, intacta. Ya podía irse.
“Aquí están las llaves, despidámonos. Ojalá no nos veamos nunca más.”
Lucía pasó por la oficina. Estaba de baja, pero pidió vacaciones.
“Todos sentimos mucho lo que te ha pasado”, dijo su jefe. “Pero sin ti es difícil. ¿Tres semanas serán suficientes? Prepárate, la mitad de los proyectos se detienen sin ti.”
“Bien, me distraerá. Gracias.”
“¿Necesitas ayuda?”
“No.”
“Nos ocuparemos de las vacaciones y las primas.”
“Gracias, por cierto.”
Lucía no buscó piso; se fue a Pinosierra. La casa de su abuela llevaba vacía desde su muerte, tres años atrás. No conoció a su madre, que murió al dar a luz. Ahora ella tampoco podría ser madre
Una hora de viaje, y llegó. El viejo arce, las margaritas crecidas. La última vez que estuvo allí con Javier fue en otoño, haciendo una barbacoa. Lucía entró al patio; la llave del cobertizo seguía en su escondite. Al abrir la puerta, se detuvo. Se quedó en silencio, reconfortada al saber que esta vieja casa volvería a ser su refugio, y que, quizá, la tristeza le daría paso a una nueva felicidad.







