Pareja desapareció en Nuevo México en 1988—en 2010 descubren sus cuerpos envueltos en lonas en un pantano…

**Diario de un Hombre – 15 de marzo de 2011**
Carlosbad, un pueblo tranquilo de Castilla-La Mancha donde jamás pasaba nada malo. Hasta aquella noche de marzo de 1988, cuando todo cambió para siempre. Una pareja de novios desapareció sin explicación, como si se los hubiera tragado la tierra. La casa estaba impecable: la cena servida, los coches en el garaje pero ellos ya no estaban. La policía registró los campos, los ríos y las sierras, sin encontrar ni un rastro. Ni una gota de sangre, ni un indicio.
¿Cómo dos personas pueden esfumarse de su propia casa? ¿Dónde estaban? ¿Vivos? ¿Muertos? Durante veintidós años, nadie supo la respuesta. Las familias sufrieron, los guardias civiles se rindieron y el caso quedó en el olvido. Hasta que en 2010, un secreto oculto en un pantano lejano salió a la luz. Lo que encontraron era tan espantoso que nadie quiso creerlo. La verdad superaba las peores pesadillas.
El 15 de marzo de 1988, una tormenta de polvo cubrió los caminos de Toledo. En el pequeño pueblo de Carlosbad, Ricardo Montero, de 40 años, cerro su taller mecánico antes de lo habitual. Su esposa, Esperanza Ruiz, de 29 años y maestra de primaria, esperaba en casa. Los vecinos recordarían después las discusiones fuertes de la pareja en las semanas anteriores. Marta Herrera, la vecina, contó haber oído gritos en la casa amarilla de los Montero durante las noches de febrero.
Nadie imaginó lo que iba a pasar. Ricardo llegó a casa sobre las seis y media de la tarde. Su furgoneta azul fue vista por última vez aparcada en el garaje. Esperanza había preparado la cenalos platos estaban puestos, pero la comida quedó intacta. El matrimonio planeaba viajar a Madrid al día siguiente para visitar a la hermana de Esperanza, Carmen. Tenían reserva en una pensión y Carmen los esperaba para cenar el sábado.
Nunca llegaron. Cuando Carmen no tuvo noticias el domingo, llamó insistentemente a la casa, sin respuesta. Preocupada, avisó a las autoridades. El guardia civil Miguel Santos fue enviado a investigar el lunes 18 de marzo. La casa estaba vacía, sin señales de lucha. El bolso de Esperanza estaba en el comedor, la cartera de Ricardo en el dormitorio. Los coches seguían en el garaje.
Lo único extraño era una mancha oscura en el suelo de la cocina, como si alguien hubiera limpiado algo. El caso se complicó cuando descubrieron que Ricardo había retirado 100.000 pesetas de su cuenta tres días antes. Esperanza, por su parte, había pedido una baja médica en el colegio, alegando “problemas familiares”. Estos detalles confundieron a las autoridades.
La investigación quedó en manos del sargento Luis Martínez, un veterano con veinticinco años en el puesto. Había trabajado en desapariciones antes, pero este caso era distinto. Las entrevistas revelaron un matrimonio aparentemente estable: Ricardo era un mecánico respetado, Esperanza una maestra querida. Sin embargo, testimonios más profundos mostraron grietas en la fachada.
Dolores Méndez, compañera de Esperanza, contó haberla visto con moratones en los brazos varias veces en el invierno del 87. Esperanza decía que eran caídas. Fernando Montero, hermano de Ricardo, admitió que su hermano tenía problemas con el alcohol y se había vuelto celoso. La búsqueda se extendió por toda la región. Helicópteros sobrevolaron kilómetros de terreno sin éxito.
Tres semanas después, un ganadero encontró ropa quemada cerca del río Tajo, a unos 60 kilómetros de Carlosbad. Entre los restos había una blusa de flores que Carmen identificó como de Esperanza y una camisa de trabajo de Ricardo. El hallazgo reavivó la esperanza, pero los análisis no dieron pistas concluyentes.
En el verano del 88, Rosa López, una empleada doméstica que había trabajado para los Montero, contó a la policía algo perturbador: había visto a Ricardo revisando el teléfono de Esperanza obsesivamente. En una ocasión, la encontró encerrada en el baño, llorando, con marcas en el cuello. También mencionó a David Morales, un profesor de gimnasia con quien Esperanza tenía una amistad cercana. David había desaparecido dos semanas después de los Montero.
El sargento Martínez desarrolló una teoría: Ricardo, celoso y borracho, había matado a Esperanza en una discusión, luego a David, y después había huido o se había suicidado. Pero había agujeros en la historia: ¿cómo movió los cuerpos? ¿Dónde estaban? Sin pruebas, el caso se archivó en 1988.
Los años pasaron. Carmen nunca dejó de buscar respuestas. Hasta que el 12 de agosto de 2010, un equipo de biólogos encontró algo en un pantano cerca del Parque Nacional de Cabañeros: huesos humanos envueltos en plásticos viejos. Eran los restos de Esperanza, Ricardo y David.
Los análisis forenses mostraron que los tres habían sido asesinados. Esperanza murió por golpes, Ricardo y David por heridas de arma blanca. La teoría del sargento Martínez se derrumbó: Ricardo también era una víctima. Alguien más los había matado.
La investigación se reabrió. Revisando testimonios, encontraron un dato olvidado: un hombre que se hacía pasar por investigador privado, preguntando por la vida de Esperanza meses antes de la desaparición. Descubrieron que casos similares habían ocurrido en otras provincias: parejas desaparecidas donde se sospechaba infidelidad.
En 2011, identificaron al sospechoso: Tomás Bravo, un exmilitar obsesionado con el adulterio. Tenía antecedentes de acoso y había estado en Toledo en 1988. Lo encontraron en Valencia, con demencia avanzada, pero entre sus cosas había recortes de periódicos sobre el caso. Murió en 2013 sin ser juzgado, pero las familias por fin supieron la verdad.
Carmen organizó un funeral en marzo de 2011. Veintitrés años después, la justicia llegó. Este caso me enseñó que el mal existe donde menos lo esperas, y que la verdad, por muy escondida que esté, siempre termina saliendo. A veces, demasiado tarde. Pero sale.

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MagistrUm
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