El silencio en la casa era espeso como la miel, solo interrumpido por el crepitar de la leña en la chimenea. Carmen Ruiz, una mujer de rostro cansado y marcado por las arrugas, seguía con la mirada a su hijo, que en silencio guardaba las últimas pertenencias en un saco de lona. Mañana se iría al servicio militar.
Hijo, Javier, dime, ¿qué le ves a esa a esa pícara? no pudo contenerse más, y su voz, cargada de dolor, se quebró en un susurro. ¡No te valora en nada! Te mira por encima del hombro, y tú solo piensas en ella. ¡Hay otras chicas en el pueblo! Por ejemplo, Lucía, la hija de los Martínez Lista, trabajadora, siempre te ha mirado con cariño, y ni caso le haces. Como si el mundo se acabara con esa tal Lola.
Javier, un joven alto y robusto, con la mandíbula firme y los ojos bondadosos ahora fruncidos, no se volvió. Sus manos ataron el nudo con familiaridad.
No quiero a ninguna Lucía, mamá. Lo tengo decidido. La quiero a Lola desde que era niño. Y si ella no me quiere Pues no me casaré con nadie. No gastes saliva, déjalo estar.
¡Te va a hacer sufrir, Javiercito! ¡Mi corazón lo sabe! sollozó la madre. Bonita, sí, qué duda cabe, una diablesa Pero fría, voluble. A ella le gustaría brillar en la ciudad, no quedarse en este pueblo.
Javier se giró por fin. Su mirada era un muro impenetrable.
Basta. Se acabó el tema.
Mientras, en la casa de al lado, que olía a perfume barato y juventud, el espejo reflejaba otra escena. Lola, terminando su ritual nocturno, daba los últimos toques: delineó sus ojos con kohl y pintó sus labios con cuidado. Su imagen, llamativa y audaz, gritaba su deseo de ser vista, de ser llevada lejos de allí.
Lola, ¿adónde vas tan arreglada? preguntó su madre desde la cocina. ¿Otra vez de fiesta? ¿Y luego hasta el amanecer? Podrías invitar a Javier. ¡Es un buen partido! Terminó el instituto, tiene futuro. Contrató obreros, está construyendo una casa con su padre dicen que para su futura esposa. Y solo tiene ojos para ti.
Lola resopló, admirándose en el espejo.
Tu Javier es un palurdo como no hay otro. “Construye una casa” ¡La juventud solo viene una vez, mamá! Hay que vivir, divertirse, y él trabaja como un burro, no sale, no disfruta. Cuando pase la juventud, no habrá nada que recordar. No lo quiero, ¿entendiste? Ni lo pienses.
Y, como una mariposa, salió volando de casa, dejando tras de sí una estela de perfume inquietante.
Aquel otoño fue dorado y amargo. Javier, tras recibir su título, también recibió la cartilla militar. Sus padres organizaron una despedida humilde pero cálida. Lola y su madre asistieron, como vecinas cercanas.
Javier, incómodo en su traje nuevo, buscó el momento. Su corazón latía con fuerza. Atrapó a Lola en el pasillo, recostada tímidamente contra la pared.
Lola empezó él, y su voz traicioneramente tembló. ¿Puedo escribirte cartas? Todos los soldados escriben a sus novias. Y yo no tengo novia. ¿Aceptarías ser la mía? Aunque sea desde lejos.
Lola lo miró con condescendencia, como a un cachorro adorable pero molesto. Pensó un segundo.
Bueno, escribe. Si tengo ganas, te contestaré. Si no, no te enfades. ¿Vale?
Eso fue suficiente. Su rostro se iluminó con tal esperanza que Lola apartó la mirada. Casi le dio vergüenza.
Al principio, respondió a sus cartas, escritas con letra pulcra de soldado. Pero tras terminar el instituto, huyó a la ciudad, a estudiar magisterio. La vida gris del pueblo quedó atrás, junto con aquellas cartas ingenuas. La correspondencia cesó de golpe.
Su madre suspiraba, esperando que su hija recapacitara, esperara a Javier, se asentara. Pero Lola ni quería oírlo.
¡Terminaré la universidad, me casaré con un hombre de ciudad, culto! ¡Y nunca volveré a este pueblo olvidado de Dios! gritó histérica cuando su madre intentó defender al pretendiente rural.
Pero el destino se burló de ella. Suspender el primer examen un escrito fue un golpe duro. La ironía era que no había a quién culpar. En su escuela rural, faltaban profesores. La misma maestra daba lengua y francés, pero el francés lo dominaba y el castellano apenas. Lola, como sus compañeros, no dominaba bien ninguna.
Pero Lola no era de lamentarse mucho. La ciudad la atraía, y pronto encontró consuelo en Eduardo, un joven cínico y encantador. Estudiaba el último año de derecho y vivía solo en un piso de tres habitaciones mientras sus padres trabajaban en el extranjero.
Lola se mudó con él rápidamente. Para no depender de él ni pedir dinero a su madre, trabajó en un comedor obrero. No la contrataron como cocinera. Empujaba un carrito con empanadas por las fábricas, sintiendo las miradas apreciativas de los obreros.
En el piso de Edu, se sintió dueña: limpió las habitaciones descuidadas, cocinó pucheros y llevó empanadas del trabajo. Se imaginó esposa, casi. Tenía hogar, un hombre con futuro. Podía pensar en hijos. Estaba perdidamente enamorada de él. Era la vida urbana que soñaba.
Vivió con él casi un año. Hasta que una noche fría y lluviosa, Edu, recostado en el sofá, dijo sin emoción:
Lola, se acabó. Me cansé de ti. Vete. Mis padres vuelven pronto.
Algo se rompió dentro de ella. Pero, orgullosa y ya curtida por la ciudad, no mostró nada. Recogió sus cosas en la misma maleta y se fue a casa de una amiga. Solo al cerrarse la puerta, las lágrimas cayeron en silencio.
Dos semanas después, en casa de su amiga, notó algo raro en su cuerpo. Náuseas, mareos. El médico puso fin a sus ilusiones.
Estás embarazada. Es tarde para abortar dijo fría la ginecóloga.
Lola no pensó en deshacerse del bebé. Era hijo de su querido Edu, parte de él. Pero entonces llegó una carta de su madre. Breve, noticias de otra vida. Entre líneas, mencionaba que Javier había vuelto del servicio. Preguntaba por ella.
Y en su mente desesperada, nació un plan ruin. Volver al pueblo. Fingir ser la novia emocionada por el regreso de su prometido. Casarse con Javier. Si no funcionaba, al menos parir en casa, con su madre.
Javier la recibió como a una reina. No hizo preguntas. Su amor era ciego, perdonador, justo lo que ella necesitaba. Esa misma noche, la llevó a ver la casa que construyó para ella todos esos años. Era hermosa, sólida, con olor a madera nueva y esperanza.
Intentó seducirlo. Ni lo necesitó: él ya estaba a sus pies. Esa noche se quedó. Dos semanas después, celebraron una boda bulliciosa. Javier brillaba de felicidad. No veía los comentarios de los vecinos, las risas maliciosas de Lucía, ni las sospechas de su madre al ver el vientre de Lola crecer demasiado rápido.
¡Tendremos un gigante! decía Javier orgulloso. ¡Crece que da gusto!
Lola dio a luz en la ciudad. Llevó sus a