El silencio en la casa era espeso como la miel, y solo el crepitar de la leña en la chimenea rompía su curso lento. Ana Martínez, una mujer de rostro cansado y surcado por arrugas, seguía con la mirada a su hijo, quien en silencio guardaba las últimas pertenencias en un saco de lino. Al día siguiente, se marchaba al servicio militar.
Hijo mío, Javier, dime, ¿qué ves en esa en esa deslenguada? no pudo contenerse, y su voz, cargada de dolor, se quebró en un susurro. ¡No te valora en nada! Te mira con desdén, y tú solo piensas en ella. ¡Hay otras muchachas en el pueblo! Pilar, por ejemplo, la hija del herrero Lista, trabajadora, te mira con cariño, pero tú ni la ves. Como si el mundo se acabara en esa Luisa.
Javier, un joven alto y de hombros anchos, con una barbilla testaruda y ojos bondadosos que ahora fruncía, no se volvió. Sus dedos anudaron el saco con destreza.
No quiero a ninguna Pilar, madre. Lo tengo decidido. La quiero a ella, a Luisa, desde que era un crío. Y si no quiere casarse conmigo pues no me casaré con nadie. No pierdas el tiempo, déjalo estar.
¡Te hará sufrir, Javiercito! ¡Mi corazón lo sabe! sollozó la madre. Guapa, sí, qué duda cabe, pero fría como el mármol. A ella le gustaría brillar en la ciudad, no arrastrarse por este pueblo.
Javier se giró al fin. En su mirada había una muralla impenetrable.
Basta. No hablemos más de esto.
Mientras, en la casa vecina, impregnada de perfume barato y juventud, el espejo reflejaba una escena muy distinta. Luisa, terminando su ritual nocturno, daba los últimos retoques: delineaba sus ojos con kohl y pintaba sus labios con esmero. Su imagen, llamativa y audaz, gritaba su deseo de ser vista, de ser llevada lejos de allí.
Luisa, ¿adónde vas tan emperifollada? preguntó su madre desde la cocina. ¿Otra vez al baile? ¿Y luego a juerguear hasta el alba? Al menos invita a Javier. ¡Qué muchacho! Terminó la escuela técnica, no es cualquiera. Contrató obreros, está construyendo una casa con su padre Dice que es para su futura esposa. Y solo tiene ojos para ti.
Luisa resopló, admirando su reflejo.
Tu Javier es un palurdo como no hay otro. «Construye una casa» ¡La juventud solo viene una vez, madre! Hay que vivir, divertirse, y él trabaja como un mulo, no sale, no disfruta. Cuando pase la juventud, no habrá nada que recordar. No lo quiero, ¿me oyes? Ni loca. Ni lo menciones.
Y, como una mariposa, salió volando de casa, dejando tras de sí una estela de perfume agobiante.
El otoño de aquel año fue dorado y amargo. Javier, tras recibir su diploma, también recibió la cartilla militar. Sus padres organizaron una despedida humilde pero cálida. Luisa y su madre asistieron, como vecinas cercanas.
Javier, incómodo en su traje nuevo, buscó el momento. Su corazón latía con fuerza. Atrapó a Luisa en el pasillo, tímida junto a la pared.
Luisa empezó, y su voz tembló. ¿Puedo escrib