La Felicidad Inesperada de Ramón

**La Inesperada Felicidad de Rachid**

En aquel pueblecito perdido al borde del mapa, donde el tiempo no se medía por horas sino por estaciones, la vida de Lucía se deslizaba lenta como la miel. Los inviernos eran un suspiro helado, las primaveras un lodo interminable, los veranos sofocantes y los otoños lloraban con lluvias grises. Lucía, a quien todos llamaban Luchi, tenía treinta años y sentía que su existencia se hundía en la prisión de su propio cuerpo. Pesaba ciento veinte kilos, una muralla de carne que la separaba del mundo.

Trabajaba como auxiliar en la guardería municipal “Campanita”. Sus días olían a talco, puré de patatas y suelo mojado. Sus manos, grandes y llenas de ternura, sabían consolar a los niños, tender camas y limpiar charcos sin reproches. Los pequeños la adoraban, pero al salir, la esperaba la soledad de su piso en un bloque de la época franquista, con sus paredes desconchadas y su calefacción que devoraba leña y sueldo.

La vida era dura: agua fría que salía a trompicones del grifo, un baño exterior que en invierno parecía una cueva helada, y noches interminables mirando cómo las llamas se llevaban sus ahorros. Hasta que una tarde, cuando la penumbra teñía su habitación de melancolía, tocaron a su puerta.

Era Nieves, la portera del ambulatorio, con dos billetes nuevos en la mano.
Luchi, perdona. Toma, dos mil pesetas. No podía quedarme tranquila.

Luchi miró el dinero, una deuda que había dado por perdida hacía años.
No hacía falta, Nieves…

¡Claro que sí! interrumpió la vecina. Escucha, los marroquíes que vinieron al pueblo buscan mujeres para matrimonios de conveniencia. Pagan ciento cincuenta mil pesetas. Ayer me casé con uno, Rachid. Mi hija Mari también lo hizo. ¿Y tú? ¿Quién te va a pedir en matrimonio de verdad?

La frase sonó cruel, pero cierta. Luchi lo pensó un instante. Con ese dinero podría arreglar su casa, comprar leña… Y al día siguiente, Nieves presentó al candidato.

Era un joven alto, delgado, de ojos oscuros y tristes.
¡Dios mío, es un crío! exclamó Luchi.

Tengo veintidós años respondió él con voz suave, casi sin acento.

En el registro civil les hicieron esperar un mes. Rachid se marchó a trabajar, pero cada noche llamaba. Hablaban durante horas, de sus vidas, sus sueños. Luchi se sorprendía riendo, olvidando su cuerpo y su edad.

Al mes, volvió. En el registro, todo fue rápido, frío. Pero al salir, Rachid le entregó el dinero prometido… y luego una cajita de terciopelo con una delicada cadena de oro.
Quiero que seas mi esposa de verdad dijo. Este mes escuché tu alma. Es pura, como la de mi madre. Te quiero, Lucía.

No era lástima. En sus ojos había respeto, gratitud… y amor.

Rachid regresó cada fin de semana hasta que, al enterarse de que esperaban un hijo, vendió su parte en un negocio en Madrid y compró una furgoneta usada para trabajar en el pueblo. Nació su primer hijo, luego otro. La casa se llenó de risas. Lucía floreció: los kilos cayeron, su mirada brilló.

A veces, mirando a sus hijos jugar y a Rachid sonriéndole, recordaba aquella noche, aquellas dos mil pesetas, y cómo la felicidad había llegado sin anunciarse, en un golpe a la puerta.

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