**La flor que nunca se marchitó**
Las calles de Segovia siempre olían a pan recién horneado y a tierra fresca después de la lluvia. Era un pueblo pequeño, donde todos se saludaban y los secretos volaban más rápido que el viento. Entre esas calles, un niño de doce años caminaba cada tarde, con la mochila colgando de un hombro y una flor silvestre entre los dedos. Se llamaba Javier López, un chico delgado, de mirada serena y paso tranquilo para su edad.
Su destino era siempre el mismo: la Residencia Atardecer Dorado, un edificio antiguo de paredes color crema, con ventanas grandes y un jardín lleno de geranios. No había día que no cruzara su puerta oxidada al salir de la escuela.
Entraba despacio, saludando a todos: a la señora Carmen, que tejía en el banco de la entrada; al señor Antonio, que siempre le pedía un caramelo; y al personal, que lo miraba con cariño. Sabían que Javier no iba por obligación, sino por algo más profundo.
Subía al segundo piso, pasillo al final, habitación 214. Ahí lo esperaba doña Isabel Méndez, una anciana de pelo blanco como la nieve y una mirada que a veces se perdía, otras veces brillaba.
Buenas tardes, doña Isabel decía él, dejando la mochila en una silla. Le traje su flor favorita.
¿Y tú quién eres, cariño? preguntaba ella casi siempre, con una sonrisa dulce.
Solo un amigo respondía él.
Doña Isabel había sido profesora de literatura, una mujer elegante y de carácter fuerte. Pero el Alzheimer le había robado, poco a poco, los recuerdos. Para ella, los días se repetían, y las caras se mezclaban. Aun así, cuando Javier estaba ahí, parecía encenderse una luz en sus ojos.
Durante meses, él le leía poemas de Antonio Machado y cuentos de Miguel Delibes. A veces le pintaba las uñas de color rosa pálido, otras le peinaba con cuidado, trenzándole el pelo como si fuera su nieta. Ella reía con sus ocurrencias, lloraba en silencio cuando algo le tocaba el alma, o lo confundía con un amor de su juventud.
El personal decía que Javier tenía un alma vieja en un cuerpo joven. No iba por obligación ni por tareas del colegio; iba porque quería.
Ese niño tiene un corazón de oro decía la enfermera Rosa, la más veterana de la residencia.
**El secreto que nadie conocía**
En todo el tiempo que llevaba visitándola, Javier nunca reveló que no era un simple amigo para doña Isabel. Era su nieto. El único.
La historia era triste: cuando Isabel empezó a olvidar, su único hijo, el padre de Javier, decidió internarla. Al principio la visitaba a menudo, pero luego las visitas se hicieron esporádicas hasta que un día dejó de ir. Decía que verla así le partía el alma. Javier, en cambio, no podía dejarla sola.
En casa, su padre evitaba hablar de ella. Ya no es la misma decía con frialdad. Es mejor que esté ahí.
Pero para Javier, ella seguía siendo su abuela. Aunque no recordara su nombre, aunque a veces lo llamara Alberto o Carlos, él sabía que, en algún rincón de su mente, el amor seguía vivo.
**La confesión**
Un día de invierno, mientras la peinaba junto a la ventana, Isabel lo miró fijamente. Por un instante, sus ojos parecieron reconocerlo.
Tienes los ojos de mi hijo susurró.
Javier sonrió.
Quizá la vida me los prestó.
Ella bajó la voz, como si compartiera un secreto.
Mi hijo se alejó cuando empecé a olvidar dijo que yo ya no era su madre.
A Javier le dolió, pero no la corrigió. Le apretó la mano con fuerza.
A veces, cuando la memoria se va, también se va la gente. Pero no todos se olvidan.
Ella lo miró como si esas palabras le dieran paz, y luego volvió a perderse en sus pensamientos.
**El último verano**
Aquel año, Isabel empezó a enfermar más a menudo. Sus días buenos eran pocos, y a veces ya no podía levantarse. Javier seguía visitándola, aunque fuera para leerle mientras dormía o dejarle flores en la mesilla.
Una tarde, el médico de la residencia habló con él.
Chico, tu abuela está muy débil. Quizá no llegue al invierno.
Javier bajó la cabeza, pero no lloró. Sabía que ese momento llegaría.
En su último cumpleaños, él llegó con un ramo entero de flores silvestres. La habitación olía a campo. Ella lo miró y, con una claridad que no mostraba en meses, le dijo:
Gracias por no olvidarte de mí.
Ese fue el último día que pudieron hablar.
**El adiós**
Isabel se fue una madrugada en calma. En su mesilla quedó una flor silvestre, marchita pero entera, como si se hubiera resistido a deshojarse hasta que ella partiera.
El velorio fue sencillo. Pocas personas asistieron: algunos antiguos compañeros, el personal de la residencia y Javier. Su padre apareció al final, serio, sin lágrimas.
La enfermera Rosa, conmovida, se acercó a Javier.
Niño, ¿por qué nunca dejaste de venir?
Él la miró con los ojos rojos.
Porque era mi abuela. Todos la abandonaron cuando enfermó. Yo no. Aunque ella ya no supiera quién era yo.
Su padre, que escuchó la respuesta, bajó la cabeza avergonzado. No dijo nada, pero al final del funeral, se acercó a Javier y le puso una mano en el hombro.
Hiciste lo que yo no pude murmuró. Gracias.
**Epílogo**
Los años pasaron. Javier creció, terminó la universidad y se convirtió en escritor. Su primer libro se tituló La flor que nunca se marchitó, dedicado a la memoria de doña Isabel.
En la dedicatoria escribió:
*A mi abuela, que me enseñó que el verdadero lazo familiar no depende de la memoria sino del corazón.*
En la portada, una ilustración de una flor silvestre, igual a la que cada tarde llevaba a la habitación 214.
Y así, aunque el Alzheimer borró nombres y fechas, no pudo borrar lo más importante: el amor que perdura cuando todo lo demás se va.