CÓMO LA ABUELA TONI ENCONTRÓ A SU HIJA
El atardecer sereno envolvía el pequeño pueblo en una penumbra suave cuando Antonia Semiónovna, a quien todos conocían simplemente como la abuela Toni, salió de su humilde casita y, acercándose a la valla del vecino, golpeó tres veces el cristal de la ventana con los nudillos. El vidrio respondió con un sonido sordo pero familiar. Al instante, apareció el rostro surcado de arrugas de su vecina, María Estebanovna, quien, sorprendida, abrió de par en par la puerta chirriante y asomó en el umbral, arreglándose un mechón rebelde de canas.
Toni, alma mía, ¿qué haces ahí plantada como una extraña? Pasa, no te quedes en la puerta. Justo estaba preparando el té gritó con voz que delataba cierta inquietud.
No, María Estebanovna, gracias, no entraré respondió Antonia con un temblor en la voz que a ella misma la sorprendió. Tengo un asunto importante, muy importante. Escucha, vecina, debo ir a la ciudad, al hospital regional, con urgencia. Me han dado un volante. Mis ojos no aguanto más. Lagrimean sin parar, todo se me nubla como si estuviera en una niebla espesa, y por las noches el dolor es tan fuerte que la luz del día ya no me alegra. El médico, un joven, me miró y se encogió de hombros: necesito una operación, dice, y pronto, o o me quedaré ciega. No sé cómo hacer el viaje, estoy sola, completamente sola. Pero pienso que el mundo no está falto de buenas almas, alguien me guiará.
¡Toni, cielo, por supuesto que debes ir! exclamó María Estebanovna, cambiando el peso de un pie a otro en sus zapatillas gastadas. Yo me ocuparé de tu casa, de tu cabrita Lola, de las gallinas ¡De todo! No te preocupes. Tienes razón, quedarte sola en la oscuridad sería una desgracia. Ve, que Dios te acompañe.
Antonia Semiónovna había cumplido ya los setenta. Una vida larga y dura la había zarandeado por el mundo, probando su resistencia, golpeándola hasta dejarla casi sin aliento. Pero ella siempre se levantaba. Y al final, como un pájaro herido, encontró refugio en aquel pueblo tranquilo, en una casita heredada de parientes ya fallecidos. El viaje a la ciudad le parecía interminable y aterrador. Sentada en el autobús destartalado, apretaba su bolso raído y repetía una y otra vez la misma pregunta angustiosa:
*¿Con un cuchillo tocarán mis ojos? ¿Cómo es posible? El médico decía: «No tema, abuela, es una operación sencilla». Pero el corazón me pesa, me oprime un presentimiento. Qué miedo qué miedo estar sola.*
En la habitación del hospital, limpia y con olor a medicinas, había otras dos pacientes: una mujer joven junto a la ventana y otra mayor, como ella. Aquella compañía le dio un poco de alivio. Se dejó caer en la cama asignada y pensó: *«No soy la única en esta desgracia. La enfermedad no perdona ni a jóvenes ni a viejos»*.
Tras la comida, llegaron los familiares. A la joven acudió su marido con un hijo cargado de frutas y zumos. A la otra, su hija, yerno y una nieta rizada que reía sin parar. La habitación se llenó de ruido, alegría y una soledad insoportable. Antonia se volvió hacia la pared y enjugó una lágrima traicionera. Nadie había venido por ella. Nadie le trajo ni una manzana ni una palabra amable. Estaba completamente sola, una anciana olvidada por todos. El corazón le ardía de envidia amarga y una tristeza sin remedio.
A la mañana siguiente, durante la visita médica, entró una doctora con bata impecable. Joven, hermosa, irradiaba calma y seguridad.
¿Cómo se siente, Antonia Semiónovna? ¿Con ánimos? su voz era cálida, llena de sinceridad.
Bien, hija, aguantando, como se puede respondió la abuela, nerviosa. Perdona, ¿cómo debo llamarte?
Verónica Petrovna. Soy tu médica. Dime, ¿vendrá alguien a verte? ¿Tienes hijos? ¿Debo avisar a alguien?
El corazón de Antonia dio un vuelco. Bajó la mirada y susurró una mentira que le quemó el alma: No, hija mía, no tengo a nadie. Dios no me dio hijos
La doctora le acarició la mano, anotó algo en su historial y salió. Antonia se quedó sentada en la cama, como si alguien la hubiera quemado por dentro. La conciencia le golpeaba: *¿Por qué mentí? ¿Por qué negué lo más sagrado de mi vida? ¡No es verdad!*
No quería remover aquella herida antigua, el dolor que arrastraba desde hace décadas. Porque sí tuvo una hija. Su adorada Verónica.
Hace muchos años, en su juventud, conoció a Pedro, un excombatiente inválido. En aquellos tiempos de posguerra, donde los hombres escaseaban, no lo dudó y se casó con él. Los primeros años fueron felices, nació su niña, pero Pedro enfermó gravemente. Lo enterró y se quedó sola con su pequeña.
Antonia fue una belleza en su juventud: alta, de mejillas sonrosadas y trenza gruesa. Trabajaba en una granja, esforzándose al límite. Hasta que un día llegó al pueblo Nicolás, un hombre de ciudad, elocuente y seguro. Se fijó en ella, la cortejó, y ella, hambrienta de afecto, perdió la cabeza. Cuando él se marchó, la convenció de irse con él.
Verónica es muy pequeña, Nicolás, ¿cómo la dejo? intentó oponerse.
Déjala con tu madre, ¡solo un tiempo! insistió él. Nos establecemos y la traemos. ¡Te lo prometo!
Y ella, joven e ingenua, creyó sus dulces palabras. Dejó a su hija de cinco años con su anciana madre y partió hacia el otro extremo del país. Al principio escribía, pero los constantes traslados de Nicolás lo dificultaron. Cada vez que hablaba de su hija, él la calmaba: «Pronto la traeremos». Las cartas de su madre cesaron. Con los años, el dolor se hizo sordo. Nicolás empezó a beber, a maltratarla. Veinticinco años de sufrimiento hasta que él murió en una pelea.
Vendió sus escasas pertenencias y regresó a su pueblo. Pero nadie la esperaba. Su madre había muerto años atrás, y de su hija solo supieron que asistió al funeral y se marchó. Pasó tres días buscando respuestas, en vano. Visitó la tumba de su madre, dejó flores silvestres y se fue, ahogada en lágrimas. Se instaló en otro pueblo, donde vivió todos esos años sola, lamentándose cada día. *«Si pudiera volver atrás, no cambiaría a mi niña por nada»*.
La noche antes de la cirugía no pudo dormir. A pesar de las palabras tranquilizadoras de Verónica Petrovna, el miedo la atenazaba. Incluso pensó en confesarle la verdad.
Todo saldrá bien, Antonia Semiónovna. Verás perfectamente, el dolor desaparecerá le dijo la doctora al despedirse.
Pero la ansiedad persistió. Hasta que, al amanecer, una idea la estremeció: *«Dios mío, a mi hija también la llamaban Verónica y su patronímico era Petrovna, como su abuelo ¿Será coincidencia?»*
Por la mañana, la llevaron a quirófano sin tiempo para preguntar. Al despertar, tenía los ojos vendados. La