Dos hombres se acercaron a una adolescente mientras paseaba a su perro y le insistieron de manera agresiva para que se subiera a su coche…

Mientras paseaba a su perro, una chica de instituto se detuvo junto a dos hombres que, de manera brusca, le propusieron dar “un paseo con ellos”.
Nunca había visto a su perra así: los ojos le ardían de furia, los colmillos brillaban amenazadores. Antes de que pudiera entender lo que pasaba, la perra ya se había lanzado contra el hombre que sujetaba el brazo de la chica, derribándolo al suelo mientras gruñía como una sombra aterradora sobre él.
Cuando Nika cumplió siete años, le regalaron una habitación amplia y luminosa. Pero la niña se negó rotundamente a dormir allí sola. Cada noche, uno de sus padres a veces su madre, a veces su padre se acostaba a su lado para que lograra conciliar el sueño. Si despertaba de madrugada y no había nadie, agarraba su almohada, su manta y se mudaba al dormitorio de sus padres. Ni súplicas ni charlas educativas sirvieron de nada. Nada cambió, aunque la niña crecía.
Hasta que un día, la solución apareció de forma inesperada: una bola blanca y esponjosa que primero se encogió asustada y luego dejó un charquito bajo ella. Al mirar de cerca, resultó ser un adorable cachorro, tan dulce que Nika exclamó al instante: “¡Mamá, ¿nos lo quedamos, por favor?!”. Y empezaron las negociaciones: estudiar bien, mantener su habitación ordenada, pasear al cachorro sola y dormir en su cuarto sin mamá ni papá. Las primeras tres condiciones las aceptó sin pensarlo, pero en la última dudó. Aunque pronto cayó en la cuenta: “¡Ahora ya no estaré sola!”.
Así llegó Lulú a la casa en los papeles, una westie, pero en carácter, toda una dama con fuerte personalidad. Y, para sorpresa de todos, Nika cumplió su palabra. Desde que Lulú entró en su vida, empezó a dormir en su habitación, y la perra se convirtió en su fiel compañera, tanto en sueños como en los quehaceres diarios.
Lulú era una verdadera belleza: elegante, consciente de su encanto, con modales de aristócrata. A otros perros los ignoraba por completo, pero con los niños que querían acariciarla se mostraba paciente, incluso condescendiente, como si aceptara sus halagos con nobleza. Sin embargo, si otro perro se acercaba, al instante mostraba los dientes y protestaba con un gruñido indignado.
Para modificar su comportamiento, la madre de Nika las apuntó a una escuela canina, donde asistieron diligentemente durante tres semanas. Pero, o el adiestrador no era muy experto, o Lulú era demasiado independiente, porque no hubo cambios. El especialista llegó a una conclusión: “Las considera su manada. No necesita a nadie más”. Bueno, pues así, las tres se entendían a la perfección.
Para sus paseos, Nika y Lulú preferían un terreno abandonado detrás de su casa, donde antes había barracones ya demolidos, dejando solo restos de cimientos y árboles frutales silvestres. Un lado del terreno lindaba con un barrio de casas antiguas de madera, en sus últimos días. La mayoría de dueños de perros elegían el parque canino cercano, bien acondicionado, pero Nika y Lulú preferían ese rincón romántico, que desprendía libertad y tranquilidad.
Y fue allí donde Lulú conoció su destino.
Ese verano, Nika cumplió quince años y Lulú, ocho. La chica ya era alta y delgada, con mirada soñadora y el móvil siempre en mano. Lulú, por su parte, actuaba con la determinación de una dama segura de sí misma. Paseaban juntas: Nika absorta en sus pensamientos, Lulú olisqueando la hierba. Hasta que, de repente, ocurrió el ataque. Un perro enorme y peludo, parecido a un pastor pero más desaliñado, se abalanzó sobre Lulú con energía inagotable. Era un animal juguetón, grande y ruidoso, que la rodeaba, la empujaba con el hocico, la lamía, contagiándola de su alegría. Lulú se quedó paralizada, sin saber qué hacer con aquel tipo descarado.
“¡No le tengas miedo, pequeña!”, dijo una señora mayor, de unos setenta años, apoyada en un bastón. “Es juguetón, pero manso. ¡Nunca ha mordido a nadie!”.
“Eso veo”, rió Nika, agachándose mientras el peludo amigo le lamía las manos con entusiasmo, la cola moviéndose tan rápido que levantaba el polvo a su alrededor. “Lo único que da miedo es que te ahogue a lametones”.
“La verdad es que antes solo lo soltaba en el patio, nunca lo sacaba a la calle. Pero ayer vino mi nieto y lo dejó salir ¡Se puso tan contento! Pensé que ya era hora de traerlo. Pero en cuanto vio a tu perrita, salió corriendo hacia ella”.
“Y la mía no puede apartar la vista de él. Creo ¡que se ha enamorado!”.
“¡Qué maravilla! Dos alegrías juntas. Él se llama Truhán. Yo soy Doña Carmen”.
A partir de esa noche, Truhán se convirtió en un acompañante habitual de los paseos. A veces las esperaba en el terreno y, si llegaba tarde, Lulú emitía un trino agudo y un minuto después, él aparecía corriendo. Jugaban, correteaban por la hierba, revolcándose en el polvo.
Nika llevaba una manta, la extendía bajo la sombra de un manzano y se ponía a leer. Lulú y Truhán, tras agotarse, se acostaban a su lado, tocándose el hocico. A veces, Doña Carmen se unía a ellas traía pastas, se sentaba al borde de la manta y contaba historias. A Nika le encantaba escucharla; la anciana vivía sola, su hijo y su nieto apenas la visitaban. El perro se lo habían regalado hacía cinco años, pensando que se quedaría pequeño, pero se convirtió en un auténtico gigante.
“Sin la ayuda de mi hijo, no podría mantenerlo. Con la pensión, alimentarlo es un desafío”, suspiraba la abuela mientras Truhán la miraba con adoración.
Con la llegada del septiembre, los paseos se trasladaron al atardecer. Una de esas noches, apenas habían llegado al terreno y Truhán no estaba. De repente, un todoterreno negro entró rugiendo entre los baches, con música estridente y tres jóvenes borrachos. Dos salieron tambaleándose y se acercaron a Nika, rodeándola.
La chica retrocedió hacia el manzano, encendió rápidamente el micrófono de su móvil y lo guardó en el bolsillo. Después, susurró a Lulú:
“Llama a Truhán. ¡Ahora!”.
Solo podía esperar que lo oyera.
No hizo falta insistir Lulú empezó a ladrar fuerte y profundo, pidiendo ayuda.
“¡Esto sí que mola!”, dijo uno de los chicos, mirándola con admiración. “¡Menudo timing que hemos tenido!”.
“¡Buena perra!”, añadió el otro, sonriendo, pero Lulú, al oír su nombre, gruñó mostrando los dientes.
“¿Por qué quedarnos aquí?”, continuó el primero, agarrándole el brazo a Nika. “Venga, vamos a dar una vuelta. Te prometo que volverás entera”.
“O casi”, rió el otro, sujetándole el otro brazo.
“Chicos, esto no os va a gustar”, dijo Nika con expresión neutra, ganando tiempo. “Ahora mismo llega otro perro. Mejor que os marchéis mientras podéis”.
“¿Otro chucho?”, se burló el primero, dándole una patada a Lulú antes de arrastrar a Nika hacia el coche. “Vamos, espero que al menos seas divertida”.

Rate article
MagistrUm
Dos hombres se acercaron a una adolescente mientras paseaba a su perro y le insistieron de manera agresiva para que se subiera a su coche…