¡Si no te gusta mi madre, lárgate! —dijo el marido, sin esperar que su esposa lo hiciera de verdad

**Diario personal**

Hoy ha sido un día agotador. Como muchos otros. La tarde se desvanecía en nuestro piso de Madrid, donde vivimos mi marido, Diego, nuestra suegra, Carmen López, y yo. Todo empezó mal desde la mañana. Nuestro hijo pequeño, Lucas, de dos años, estaba inquieto. Carmen no dejaba de criticar cada cosa que hacía. Intenté complacerla: cociné sus platos favoritos, limpié la casa, cuidé de Lucas. Pero nada era suficiente.

«Lucía, has vuelto a doblar las toallas al revés», refunfuñó al pasar por el baño. «¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Las esquinas deben quedar hacia dentro, no hacia afuera».

O también:

«¡No has vestido bien al niño! Hace fresco, y tú le pones solo una rebeca. ¡Se va a resfriar!».

Suspiraba en silencio. No discutía. Creía que con el tiempo Carmen se acostumbraría a mí, a Lucas, a nuestra vida. Diego, cuando la situación se volvía insoportable, se limitaba a callar. Si me quejaba, respondía con indiferencia:

«No le des importancia, Lucía. Mi madre es mayor, tiene sus nervios».

Había preparado una sorpresa para nuestro aniversario. Encargué una tarta pequeña, compré a Diego un cinturón de piel que tanto quería. Quería una velada tranquila, solo nosotros tres, con Lucas, claro.

El día llegó. La cena estaba casi lista, y Lucas, por suerte, dormía. Entonces Carmen armó su habitual escándalo, esta vez porque, según ella, «había puesto demasiada sal en la sopa». Aunque sabía perfectamente.

«¡Esto no se puede comer!», gritó, golpeando la cuchara contra la mesa. «¿Quieres envenenarnos? ¡Lucía, no sabes cocinar!».

Me quedé inmóvil, apretando el cucharón. Nuestro aniversario, la tarta, la sorpresa todo se iba al traste. Miré a Diego, sentado en silencio, evitando mi mirada. Esperé que, por fin, dijera algo, que me defendiera. Pero nada.

«Diego», susurré. «¿No vas a decir nada?».

Se levantó, salió al pasillo. Lo seguí.

«Mi madre tiene razón», dijo sin mirarme. «Siempre haces algo mal».

Sentí las lágrimas quemarme. Era la gota que colmaba el vaso. Él miraba la pared, indiferente.

«¿Te das cuenta de lo que dices?», tembló mi voz. «¡Hoy es nuestro aniversario! He cocinado, he intentado ¡Y tu madre!».

Se giró bruscamente. No había ira en sus ojos, solo cansancio y desdén.

«Si no te gusta mi madre, vete».

Las palabras sonaron tan frías, tan cotidianas, que al principio no capté su peso. Habló como si me diera un consejo, no una sentencia. Luego se marchó. La cena arruinada, el aniversario destrozado. Todo.

Me senté en la cama, abrazando a Lucas dormido. Las lágrimas secas dejaron su rastro. No lo creía. ¿De verdad lo decía en serio? ¿Nuestra casa, nuestra familia? ¿Tan fácil era para él renunciar a nosotros? No hice las maletas. No podía creer que fuera real.

Pasaron días. Diego no se disculpó. Frío, distante. Volvía del trabajo, comía en silencio, se encerraba. Hablaba poco conmigo. Jugaba con Lucas por obligación.

Cuando intenté hablar, me cortó:

«Mi madre está muy dolida. Dices que la insultaste».

«¿Yo la insulté? ¡Ella me gritó por la sopa!».

«Da igual», dijo tajante. «Depende de ti. Pide perdón. Quizá entonces te perdone».

No era una reconciliación. Era un ultimátum. Entendí. Esta no era mi casa. Aquí solo era tolerada mientras fuera útil. Cuando dejé de ser perfecta, podían echarme. El miedo inicial se convirtió en resignación. Esto no era una familia. Era lealtad obligada hacia ellos. Hacia sus caprichos.

Miré a Lucas. Él no merecía esto. Yo tampoco. Este hogar me consumía. Y Diego, mi marido, lo permitía. Peor aún, me empujaba al abismo.

**Días después**

Alquilé un piso pequeño cerca. Sin dramas. Diego estaba trabajando. Un conductor recogió nuestras cosas: ropa, juguetes de Lucas, algunos libros. Nada más. Sin gritos, sin lágrimas.

Cuando Diego volvió, el piso estaba vacío. En la cocina, su cena fría. Una nota sobre la mesa:

«Dijiste que me fuera. Lo he hecho. Para que sea más fácil para ti».

Abajo, en letra pequeña: «Lucas está conmigo».

La leyó varias veces. No lo creía. Esperaba que volviera, que pidiera perdón. Pero no llamé.

Una semana después, telefoneó:

«Hola. ¿Cómo estáis?».

«Bien», respondí. Voz serena. «Lucas duerme».

«¿Cuándo volverás?».

Su voz tembló.

«¿Para qué? Tú lo dijiste: Si no te gusta, vete. Me fui».

«Pero yo no pensé que».

«Yo sí. Para que sea más fácil. Para ti. Para mí. Para Lucas».

Colgué.

**Meses después**

Diego vive con Carmen. La casa es silenciosa. Demasiado.

Ahora las críticas son para él:

«Diego, no te sientes bien a la mesa. ¡Espalda recta!».

«¿Por qué no pones el té donde te dije? ¡En el posavasos!».

«¿Tan lento comes? ¡Ya he recogido!».

Lo que antes sufrió yo, ahora es su realidad. Silencio. Solo la voz de Carmen. Su control absoluto.

A veces nos ve en el parque. Lucas corre, feliz. Yo respiro aliviada. Sin gritos. Sin batallas.

Él tiene su casa. Pero sin amor, sin risas. Solo silencio. Y una sombra que lo gobierna.

Esta es su condena. Diaria.

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MagistrUm
¡Si no te gusta mi madre, lárgate! —dijo el marido, sin esperar que su esposa lo hiciera de verdad