El cielo dejaba caer una fina llovizna mientras la gente pasaba apresurada, paraguas en alto, miradas bajas pero nadie se fijó en la mujer de traje beige que cayó de rodillas en medio del cruce. Su voz temblaba.
«Por favor cásate conmigo», susurró, extendiendo una cajita de terciopelo.
El hombre al que se dirigía llevaba semanas sin afeitarse, vestía un abrigo remendado con cinta adhesiva y dormía en un callejón a una manzana de la Bolsa de Madrid.
Elena Mendoza, de 36 años, millonaria CEO de una empresa tecnológica y madre soltera, lo tenía todo o eso creía el mundo. Reconocimientos en las listas de Fortuna, portadas de revistas, un ático con vistas al Retiro. Pero tras las paredes de cristal de su oficina, se sentía ahogada.
Su hijo de seis años, Hugo, se había vuelto callado desde que su padre, un prestigioso cirujano, los abandonó por una mujer más joven y una nueva vida en París. Hugo ya no sonreía. Ni con los dibujos, ni con los cachorros, ni siquiera ante un pastel de chocolate.
Nada le alegraba excepto aquel hombre desaliñado que alimentaba a los pájaros frente a su colegio.
Elena lo notó la primera vez que llegó tarde a recogerlo. Hugo, mudo y distante, señaló al hombre al otro lado de la calle y dijo: «Mamá, ese hombre habla con los pájaros como si fueran su familia».
Elena no le dio importancia hasta que lo vio con sus propios ojos. El sintecho, quizá de cuarenta años, con ojos cálidos bajo capas de barba y suciedad, alineaba migas en el bordillo, hablando con cada paloma como si fuera un amigo. Hugo se quedaba a su lado, mirándolo con una calma que su madre no le veía hacía meses.
Desde entonces, Elena llegaba cinco minutos antes cada día solo para observar aquel encuentro.
Una tarde, tras una dura reunión de consejo, Elena se encontró caminando sola, pasando frente al colegio. Él estaba allí, incluso bajo la lluvia tarareando a los pájaros, empapado pero sonriente.
Dudó, luego cruzó la calle.
«Disculpe», dijo en voz baja. Él alzó la mirada, sus ojos penetrantes a pesar de la suciedad. «Soy Elena. Ese niño Hugo él él te quiere».
El hombre sonrió. «Lo sé. Él también habla con los pájaros. Ellos entienden cosas que la gente no».
Elena rio sin querer. «¿Puedo preguntarte tu nombre?»
«Jonás», respondió simplemente.
Hablan. Veinte minutos. Luego una hora. Elena olvidó la reunión. Olvidó el paraguas goteando en su cuello. Jonás no pidió dinero. Preguntó por Hugo, por su empresa, por cuánto dormía y se burló, con dulzura, de sus respuestas.
Era amable. Inteligente. Herido. Y totalmente distinto a cualquier hombre que hubiera conocido.
Los días se convirtieron en una semana.
Elena llevaba café. Luego sopa. Luego una bufanda.
Hugo dibujaba para Jonás, diciéndole a su madre: «Es como un ángel de verdad, mamá. Pero triste».
Al octavo día, Elena hizo una pregunta no planeada:
«¿Qué qué necesitarías para volver a vivir? Para tener una segunda oportunidad?»
Jonás apartó la mirada. «Alguien que crea que todavía importo. Que no soy solo un fantasma que la gente evita».
Luego la miró fijamente.
«Y quiero que esa persona sea sincera. Que no me compadezca. Solo que me elija».
**Ahora La propuesta**
Y así, Elena Mendoza, la CEO millonaria que una vez compró una empresa de IA antes del desayuno, estaba de rodillas en la calle de Alcalá empapada ofreciendo un anillo a un hombre que no poseía nada.
Jonás parecía conmocionado. Inmóvil. No por las cámaras que ya los enfocaban, ni por la gente que se agolpaba con las cejas alzadas.
Sino por ella.
«¿Casarte conmigo?», susurró. «Elena, no tengo nombre. No tengo cuenta bancaria. Vivo tras un contenedor. ¿Por qué yo?»
Ella tragó saliva. «Porque haces reír a mi hijo. Porque me hiciste sentir otra vez. Porque eres el único que no ha querido nada de mí solo conocerme».
Jonás miró la cajita en su mano.
Luego dio un paso atrás.
«Solo si respondes una pregunta primero».
Elena se tensó. «Lo que sea».
Se inclinó ligeramente, hasta estar a su altura.
«¿Me amarías aún», preguntó, «si supieras que no solo soy un hombre de la calle sino alguien con un pasado capaz de destruir todo lo que has construido?»
Los ojos de Elena se abrieron.
«¿Qué quieres decir?»
Jonás se enderezó. Su voz se volvió grave.
«Porque no siempre fui un sintecho. Una vez tuve un nombre que los medios susurraban en los tribunales».
[**Parte siguiente Mateo y los gemelos**]
Mateo Ruiz permaneció en silencio, mirando el cochecito rojo gastado entre sus manos. La pintura estaba descascarada, las ruedas lentas, y sin embargo valía más que cualquier lujo que poseyera.
«No», dijo al fin, arrodillándose ante los gemelos. «No puedo aceptarlo. Esto os pertenece a vosotros».
Uno de los niños, con lágrimas en sus ojos marrones, susurró: «Pero necesitamos dinero para las medicinas de mamá. Por favor, señor».
El corazón de Mateo se encogió.
«¿Cómo os llamáis?», preguntó.
«Yo soy Lucas», dijo el mayor. «Y él es Hugo».
«¿Y el nombre de vuestra madre?»
«Ana», respondió Lucas. «Está muy enferma. Las medicinas cuestan demasiado».
Mateo los miró. Tenían solo seis años. Y estaban allí, vendiendo su único juguete, solos en el frío.
Su voz se suavizó. «Llevadme con ella».
Al principio dudaron, pero algo en su tono los convenció. Los niños lo guiaron por callejuelas estrechas hasta un edificio ruinoso. Subieron escaleras rotas y entraron en una habitación pequeña, donde una mujer yacía en un sofá desvencijado, pálida e inconsciente. El apartamento estaba helado. Una manta fina cubría su cuerpo frágil.
Mateo sacó su teléfono y llamó a su médico personal.
«Envíen una ambulancia a esta dirección. Ya. Y preparen un equipo completo. Quiero que la ingresen en mi ala privada».
Colgó y se arrodilló junto a la mujer. Su respiración era débil.
Los gemelos lo miraban con ojos como platos.
«¿Mamá va a morir?», sollozó Hugo.
Mateo se volvió hacia ellos. «No. Os lo prometo, estará bien. No dejaré que le pase nada».
Minutos después, los paramédicos llegaron y llevaron a Ana al hospital. Mateo se quedó con los gemelos, sosteniendo sus manos mientras la ambulancia corría en la noche.
En el Hospital Ruíz el que él mismo había financiado años atrás Ana fue ingresada directamente en la UVI. Mateo pagó todo, sin preguntas.
Pasaron horas. Los gemelos se acurrucaron junto a él en la sala de espera, durmiéndose a ratos. Mateo velaba por ellos, con la mente revuelta.
¿Quién era esa mujer? ¿Y por qué había algo en ella que le resultaba familiar?
**Una semana después**
Ana abrió lentamente los ojos y se encontró en una suite de hospital lujosa, con luz de sol entrando por amplios vent