¿Estás bien?”, le susurré con dulzura, sabiendo que solo el silencio respondería

«¿Estás bien?», susurré con suavidad, sabiendo de antemano que solo me respondería el silencio.
Era una tarde gris de octubre, las calles de Madrid empapadas por la lluvia persistente. Necesitaba aire, alejarme del peso que me ahogaba, así que caminé sin rumbo hasta llegar a una callejuela olvidada, donde las fachadas descascaradas y los faroles rotos hablaban de abandono. Al fondo, un viejo puente de piedra se alzaba como refugio de aquellos a quienes la vida había arrinconado.
Entonces lo oí. Un sollozo frágil, casi ahogado por el golpeteo del agua contra el asfalto. Allí, en un rincón, envuelto en harapos y con una gorra raída cubriéndole el rostro, estaba un niño. No tendría más de tres años, sus pequeños puños apretados contra el pecho, los ojos cerrados como si la oscuridad fuera su único consuelo.
Me acerqué despacio, el corazón latiéndome con fuerza. Al verme, no huyó. Solo alzó la cara, moviendo las manos como si buscara algo en el aire. Sus ojos, aunque vacíos, parecían preguntarme algo. No vi miedo en él, sino una resignación que me partió el alma.
«¿Estás bien?», repetí, aunque ya lo sabía.
Para mi sorpresa, su boca tembló, como si quisiera hablar. No lo hizo, pero en ese instante supe que no podía dejarlo ahí. Lo levanté con cuidado, como si fuera de cristal, y lo abracé contra mí. No pesaba casi nada.
En casa, los primeros días fueron difíciles. Le puse nombre: *Mateo*. No respondía a las voces, se estremecía al menor contacto. Pero poco a poco, entre canciones de cuna y palabras tranquilizadoras, aprendió a confiar. Aunque no veía, su risa comenzó a llenar cada rincón de mi vida.
Lo crié como mío. No importaba de dónde venía; lo que importaba era que nunca más volviera a sentir frío ni soledad. Con el tiempo, Mateo floreció. Su imaginación era prodigiosa, su memoria asombrosa. Aprendió a «ver» el mundo de otra manera: el olor a pan recién hecho, el tacto de la lluvia, el sonido de los pájaros al amanecer.
Ahora, cuando me llama «papá» con esa voz dulce, sé que el milagro no fue encontrarlo aquel día bajo el puente. El verdadero milagro fue darme cuenta de que, en realidad, quien necesitaba ser salvado era yo.

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MagistrUm
¿Estás bien?”, le susurré con dulzura, sabiendo que solo el silencio respondería