Ana, esa niña tiene que seguir estudiando. ¡Una mente tan brillante no se encuentra todos los días! Tiene un don especial para las lenguas, para la literatura. ¡Si vieras sus escritos!
Mi hija tenía solo tres años cuando la encontré bajo el puente, cubierta de barro. La crié como si fuera mía, aunque la gente murmuraba a mis espaldas. Ahora es maestra en la ciudad, y yo sigo viviendo en mi casita, repasando recuerdos como si fueran cuentas de un collar precioso.
El suelo cruje bajo mis piesotra vez pienso que debería arreglarlo, pero nunca encuentro el momento. Me siento en la mesa y saco mi viejo diario. Las páginas están amarillentas como hojas de otoño, pero la tinta aún guarda mis pensamientos. Fuera, el viento azota, y un abedul golpea la ventana con sus ramas, como pidiendo entrar.
¿Qué tanto ruido haces? le digo. Espera un poco, que ya vendrá la primavera.
Es gracioso hablarle a un árbol, pero cuando vives sola, todo parece tener vida. Después de aquellos tiempos terribles, me quedé viudami Esteban murió. Conservo aún su última carta, amarillenta por el tiempo, desgastada en los plieguesla he leído tantas veces. Decía que volvería pronto, que me quería, que seríamos felices Y una semana después, supe la verdad.
Dios no me dio hijos, quizá fue lo mejoren aquellos años no había qué comer. El presidente del pueblo, Nicolás, intentaba consolarme:
No te preocupes, Ana. Eres joven aún, te volverás a casar.
No me casaré nunca más respondía firme. Amé una vez, y es suficiente.
En el pueblo trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer. El capataz, Pedro, me gritaba a veces:
¡Ana, deberías irte a casa, ya es tarde!
Tiempo tengo respondía. Mientras las manos trabajan, el alma no envejece.
Tenía una pequeña granjauna cabra, Manuela, tan testaruda como yo. Cinco gallinasme despertaban mejor que cualquier gallo. La vecina Claudia bromeaba a menudo:
¿No serás tú una gallina? ¿Por qué tus pollos cantan antes que los demás?
Cultivaba mi huertopatatas, zanahorias, remolachas. Todo salido de la tierra. En otoño hacía conservaspepinillos en vinagre, tomates, setas en escabeche. En invierno, al abrir un tarro, era como si el verano volviera a casa.
Aquel día lo recuerdo como si fuera ayer. Marzo había sido frío y húmedo. Por la mañana lloviznaba, y por la noche helaba. Fui al bosque a buscar leñala chimenea necesitaba combustible. Había mucho después de las tormentas de invierno, solo había que recogerlo. Junté un montón y, al pasar por el viejo puente, oí un llanto. Al principio pensé que era el viento, pero no, claramente era un sollozo infantil.
Bajé bajo el puente y vi a una niña pequeña sentada en el barro, el vestido mojado y rasgado, los ojos asustados. Al verme, se calló, pero temblaba como una hoja.
¿De quién eres, pequeña? pregunté suavemente, para no asustarla más.
No hablaba, solo parpadeaba. Los labios azules por el frío, las manos rojas e hinchadas.
Estás helada dije casi para mí. Vamos, te llevaré a casa a calentarte.
La levanté en brazosligera como una pluma. La envolví en mi pañuelo y la apreté contra mí. Mientras, pensaba: ¿qué clase de madre dejaría a su hija bajo un puente? No podía entenderlo.
Tuve que dejar la leñaya no era prioridad. Todo el camino a casa, la niña no dijo nada, solo se aferró a mi cuello con sus manitas frías.
Al llegar, los vecinos no tardaron en aparecerlas noticias corren rápido. Claudia fue la primera:
Dios mío, Ana, ¿dónde la encontraste?
Bajo el puente dije. Abandonada, al parecer.
¡Qué tragedia! exclamó Claudia. ¿Y qué harás con ella?
¿Qué voy a hacer? Me la quedo.
¿Estás loca, Ana? intervino la vieja Marta. ¿Cómo vas a mantener a una niña?
Con lo que Dios me dé corté yo.
Lo primero fue encender el fuego, calentar agua. La niña estaba llena de moratones, delgada, con las costillas marcadas. La bañé con agua tibia y la envolví en una vieja blusano tenía ropa infantil.
¿Tienes hambre? pregunté.
Asintió tímidamente.
Le di un plato de sopa del día anterior y un trozo de pan. Comía con avidez pero con cuidadose notaba que no era una niña de la calle.
¿Cómo te llamas?
No respondió. No sabía si era miedo o si no hablaba.
La acosté en mi cama y yo dormí en el banco. Esa noche me desperté varias vecespara comprobar que estaba bien. Dormía acurrucada, sollozando en sueños.
Por la mañana, fui al ayuntamiento a informar. El alcalde, Juan, solo se encogió de hombros:
No ha habido denuncias por una niña perdida. Quizá alguien de la ciudad la abandonó
¿Y ahora qué?
Por ley, debe ir a un orfanato. Llamaré al distrito hoy mismo.
Mi corazón se encogió:
Espera, Juan. Dame tiempoquizá aparezcan sus padres. Mientras, se queda conmigo.
Ana, piénsalo bien
No hay nada que pensar. Ya está decidido.
La llamé Maríaen honor a mi madre. Esperé a que aparecieran sus padres, pero nadie vino. Y gracias a Diosme había encariñado con ella.
Al principio fue difícilno hablaba, solo miraba alrededor como buscando algo. Por la noche se despertaba gritando, temblando. Yo la abrazaba y le acariciaba la cabeza:
Tranquila, hija, tranquila. Ahora todo estará bien.
Con retales le hice ropateñida de azul, verde, rojo. Sencilla, pero alegre. Claudia, al verla, se sorprendió:
¡Ana, tienes manos de oro! Pensaba que solo sabías trabajar la tierra.
La vida te enseña de todo respondí, orgullosa del elogio.
Pero no todos en el pueblo eran amables. Sobre todo la vieja Martaal vernos, se santiguaba:
No traerá nada bueno, Ana. Un niño abandonado trae mala suerte. Seguro su madre era una pecadora
¡Cállate, Marta! la interrumpí. No juzgues lo que no sabes. Ella es mi hija ahora, y punto.
El presidente del pueblo también fruncía el ceño:
Piénsalo, Ana. Quizá debería ir al orfanato. Allí la vestirán y alimentarán bien.
¿Y quién la va a querer? pregunté. Allí ya hay suficientes huérfanos.
Al final, el presidente ayudabaa veces leche, a veces harina.
Poco a poco, María comenzó a abrirse. Primero palabras sueltas, luego frases completas. Recuerdo la primera vez que rióme caí de la silla mientras colgaba cortinas. Me senté en el suelo, quejándome, y ella se rió con una risa tan pura que hasta el dolor se me pasó.
Intentaba ayudar en el huerto. Le daba una azada pequeña y caminaba junto a mí, imitándome. Aunque más que arrancar malas hierbas,