La nieve caía como alfileres helados desde el cielo plomizo, cubriendo el asfalto resquebrajado de la carretera secundaria con un manto cada vez más espeso. En medio de aquel blanco infinito, una figura diminuta avanzaba a trompicones, como una sombra a punto de desvanecerse.
Lucía tenía apenas cinco años.
Su cuerpecillo, demasiado frágil para enfrentar una ventisca, se doblaba bajo el peso de dos bultos envueltos en mantas raídas. Eran sus hermanitos recién nacidos, Mateo y Martina. Sus mejillas estaban sonrosadas por el frío, sus labios apenas se movían al dormir. No sabían que la muerte rondaba cerca.
Lucía sí lo sabía.
Cada paso le ardía. Sus pies, cubiertos por calcetines agujereados y unas zapatillas destrozadas, ya no sentían el suelo. Pero seguía adelante, porque tenía que protegerlos. Se lo había jurado a su madre.
«Cuídalos. Pase lo que pase, no los abandones».
Esas fueron las últimas palabras que escuchó de su mamá antes de que una ambulancia se la llevara en mitad de la noche. Y nunca volvió.
Horas antes, en el orfanato San Rafael, Lucía había escuchado a la señora López la directora hablar con voz cortante:
Mañana los separaremos. La niña irá a una familia en Burgos. El niño, a Salamanca.
Lucía, escondida tras la escalera, sintió cómo se le partía el alma.
«¡No! ¡No pueden separarlos! Son bebés. Son mi familia».
Aquella noche, mientras todos dormían, se acercó a la cuna donde reposaban los gemelos. Los envolvió con las mantas más gruesas que encontró y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, los cargó. Salió por la puerta trasera, la que los cocineros siempre dejaban mal cerrada.
Huyó sin destino.
Ahora, en medio de la carretera helada, Lucía apenas podía tenerse en pie. El mendrugo de pan que había guardado del desayuno se lo dio a Martina horas antes. No había probado bocado desde entonces. El viento le mordisqueaba la piel. Las lágrimas se le helaban antes de rodar por su barbilla.
No os preocupéis murmuraba. Todo irá bien.
Lo repetía como un mantra, como si las palabras pudieran conjurar la realidad.
De pronto, unas luces lejanas rasgaron la niebla. Un coche negro, reluciente, se acercaba despacio. Lucía, con sus últimas fuerzas, se plantó en medio del camino, alzando un bracito tembloroso.
El coche frenó en seco.
Del vehículo bajó un hombre alto, joven, bien trajeado. Se llamaba Javier del Toro. Empresario. Heredero de una fortuna. Venía de una reunión en Valladolid y, por un presentimiento, había tomado un desvío en su regreso a Madrid.
Nunca imaginó lo que encontraría.
¿Pero qué demonios?
Corrió hacia la niña. Lucía cayó de rodillas justo cuando él llegó.
¡Cielo santo! ¿Qué haces aquí? ¿Estás sola?
Javier vio los bultos. Dos caritas diminutas, casi sin abrigo. Bebés. Estaban lívidos.
¡Madre mía! exclamó.
Sin perder un segundo, cogió a los gemelos con cuidado y levantó a Lucía como pudo. Los metió en el asiento trasero, puso la calefacción a tope y llamó a su médico de cabecera.
Voy para allá. Tres niños, uno inconsciente. Prepáralo todo. Llego en diez minutos.
En la clínica, la doctora Mendoza los recibió con urgencia. Los gemelos fueron colocados en incubadoras de emergencia. Lucía, en una manta térmica.
¿Qué ha pasado, Javier? preguntó la doctora.
Los encontré en la carretera. Ella los protegía con su cuerpo. ¡Tenía fiebre! Está desnutrida. ¿Podrán salvarlos?
Haremos todo lo posible. Pero la niña está al borde.
Mientras los médicos trabajaban, Javier se quedó en la sala de espera. Algo en Lucía le había removido el alma. No era solo su valentía. Era su mirada. Una mezcla de miedo y terquedad, como si llevara toda la vida luchando.
Al amanecer, la doctora salió con expresión grave.
Los gemelos están estables. Y la niña también. Pero necesito saber quiénes son. Esto no es normal.
Javier asintió. Cuando Lucía despertó, él fue el primero en acercarse.
Hola, soy Javier. Te encontré en la carretera. ¿Cómo te llamas?
Lucía respondió con un hilo de voz. Ellos son Mateo y Martina. Mis hermanos.
¿Dónde están tus padres?
Mamá se fue. Papá nunca