El millonario reta a su hijo a elegir una madre entre las modelos, pero él elige a la limpiadora.
El hombre adinerado pensó que sería divertido. Le pidió a su hijo que escogiera una nueva mamá entre las invitadas de la fiesta. Pero cuando el pequeño señaló a la joven empleada de limpieza en un rincón del salón, todos contuvieron el aliento.
El lugar estaba iluminado, con música suave y risas forzadas. Todos vestían de gala, trajes impecables y vestidos que brillaban como joyas. Era una de esas noches en las que los ricos juegan a sentirse importantes, rodeados de copas, rostros y conversaciones vacías. En medio de todo, Javier Mendoza se movía con naturalidad, con su sonrisa tranquila, su barba perfecta y su traje negro sin una arruga. Parecía tener todo bajo control. Nadie imaginaba el dolor que llevaba dentro desde que su esposa murió.
Pero esa noche no era para llorar. Era una gala benéfica que él mismo había organizado, con orquesta en vivo, supuestamente para ayudar a niños con enfermedades raras, aunque todos sabían que solo era una excusa para que los empresarios posaran como filántropos.
Javier, millonario desde los treinta por herencia y negocios bien manejados, ya estaba acostumbrado a esos eventos, aunque desde la muerte de su esposa, nada lo entusiasmaba. Había llevado a su hijo Diego, un niño de seis años con mirada seria y ojos grandes. Muchos decían que se parecía a su madre. Aunque casi no hablaba con los adultos, el pequeño no se separaba de su padre. Esa noche lo tenía sentado en sus piernas, aburrido, mientras el presentador seguía agradeciendo a los asistentes por sus donaciones.
Para pasar el rato, Javier decidió hacer una broma sin importancia. Se inclinó hacia su hijo y le susurró: “A ver, Dieguito, ¿cuál de estas señoras te gustaría que fuera tu nueva mamá?” El niño lo miró confundido. Javier soltó una risita, mitad en broma, mitad retándose a sí mismo por decir algo que no se atrevía a considerar en serio.
Frente a ellos desfilaban modelos contratadas para servir copas, posar para fotos y lucir elegancia. Había rubias de revista, morenas de mirada intensa y mujeres con vestidos tan ajustados que parecía que no podían respirar. La mayoría de los invitados las miraban, algunos disimulando, otros sin pudor.
Javier esperaba que su hijo señalara a alguna por juego, pero lo que ocurrió lo dejó sin palabras. Diego no miró a ninguna de las modelos. En cambio, extendió su pequeño dedo hacia un rincón del salón, donde una joven se agachaba limpiando el suelo con un trapo. Llevaba un uniforme gris claro, el pelo recogido y ni una gota de maquillaje.
Era una empleada del lugar, una más del personal de limpieza. Javier frunció el ceño. “¿Ella?”, preguntó, sorprendido. El niño asintió sin apartar la vista de ella. “¿Por qué?”, insistió Javier, tratando de entender.
“Porque se parece a mamá”, respondió Diego con voz suave pero firme.
Un silencio extraño invadió la mente de Javier. No supo qué decir. Por instinto, volvió a mirarla. La chica seguía arrodillada, frotando una mancha en el mármol blanco, sin imaginar que alguien la observaba.
Era delgada, de piel clara, con una expresión serena. Había algo en su mirada que le resultaba familiar, aunque no podía precisar qué. Quizá no era un parecido exacto con su esposa, pero algo en la forma en que se concentraba en su trabajo lo conmovió.
Se quedó callado. No era una situación de la que pudiera reírse y seguir adelante. Por primera vez en mucho tiempo, algo le removió el pecho. No era amor ni deseo, era curiosidad, una extraña mezcla de incomodidad e intriga.
El resto de la noche transcurrió, pero él ya no era el mismo. Cada vez que miraba hacia ese rincón, la veía allí, cumpliendo su labor sin fijarse en nadie. Mientras las modelos posaban y las esposas de los empresarios hablaban de sus viajes, ella seguía limpiando, invisible para todos… excepto para un niño de seis años y un hombre que había enterrado a su esposa dos años atrás.
Más tarde, cuando el evento terminó, Javier no pudo evitar preguntar por ella. No quería parecer raro, así que le encargó a su asistente de confianza, Álvaro, un tipo discreto que sabía cuándo investigar y cuándo no, que averiguara quién era. Álvaro arqueó una ceja, pero no dijo nada. Asintió y se fue.
Esa noche, al regresar a casa, Diego se durmió en el coche. Javier lo cargó en brazos y lo llevó a su cama. Después, se quedó frente a una foto antigua en la sala: su esposa, Lucía, sonriendo con el niño en brazos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la vio. A veces soñaba con ella, otras veces evitaba hacerlo, pero esa noche no pudo evitar recordar sus ojos.
Al día siguiente, Álvaro llegó con la información. La chica se llamaba Marta Vázquez. Tenía veintinueve años, vivía en un barrio humilde al este de la ciudad y trabajaba en dos lugares: en el salón de eventos por las noches y en una oficina de limpieza por las mañanas. Todo para mantener a su madre, enferma desde hacía un par de años.
Javier se quedó pensativo un largo rato. No dijo nada más, solo pidió el contacto del lugar donde trabajaba. Álvaro volvió a arquear la ceja, pero ya sabía que cuando Javier se obsesionaba con algo, era mejor no cuestionarlo.
Esa misma tarde, mientras el mundo se perdía en series, cenas caras o salidas de viernes, Javier se quedó solo en su estudio, con un vaso de whisky en la mano, mirando por la ventana, pensando en Marta. No con intenciones románticas, ni con ningún plan claro, simplemente preguntándose por qué, entre tantas mujeres con vestidos brillantes y sonrisas falsas, su hijo había elegido precisamente a ella, la única que no buscaba llamar la atención.
Y lo más curioso era que, por primera vez en mucho tiempo, él también quería saber más.