A los sesenta y nueve años, he comprendido que la mentira más aterradora es cuando los hijos dicen «te queremos», pero en realidad solo les importa tu pensión y tu piso.
«Mamá, hemos estado pensando», comenzó cautelosamente mi hijo Javier al cruzar el umbral de la puerta. Detrás de él, su mujer, Lucía, asentía con energía, como si respaldara cada una de sus palabras con una sabiduría innegable.
Traía consigo un aroma a perfume caro y un dejo repugnante de preocupación fingida.
«Esto empieza mal», susurré mientras cerraba la puerta. «Cuando vosotros dos “pensáis”, siempre termina peor.»
Javier hizo como si no me oyera. Entró en el salón, observando cada mueble como si calculara su valor. Lucía se afanaba con un cojín del sofá el que acababa de mover adrede antes de colocarlo meticulosamente en su sitio.
«Nos preocupas», declaró con una falsa dulzura. «Estás sola. Y a tu edad cualquier cosa puede pasar.»
Me hundí en mi sillón favorito, sintiendo bajo los dedos el tejido gastado y familiar. Lo conocía mejor que a mis propios hijos.
«¿Qué puede pasar?», pregunté. «¿Un infarto por vuestra “preocupación”?»
«Ay, mamá, no empieces otra vez», frunció Javier. «Es una idea genial. Vendemos tu piso y nuestro estudio, pedimos un préstamo y compramos una casa grande en el campo. Con jardín. Estarás con los nietos, respirando aire puro.»
Lo decía como si me ofreciera el cielo. Los ojos de Lucía brillaban con una sinceridad ensayada. Era buena actriz.
Los observé, sus gestos repetidos. En sus miradas, vi el brillo ávido de los agentes inmobiliarios oliendo la oportunidad de su vida. Nada de calor. Nada de verdad.
Y entonces lo entendí todo. La mentira más cruel es cuando tus hijos te dicen «te queremos», pero lo único que aman es tu pensión y tu casa.
No sentí tristeza. Era como si todo volviera a su lugar.
«Una casa, dices», murmuré. «¿Y a nombre de quién estaría?»
«Pues del nuestro, claro», soltó Lucía antes de morderse la lengua. Javier le lanzó una mirada asesina.
«Para ahorrarte papeleos, mamá», añadió rápidamente. «Nos ocupamos de todo.»
Asentí lentamente, me levanté y me acerqué a la ventana. Afuera, la gente pasaba absorta en sus vidas. Y yo, allí plantada, frente a una decisión: rendirme o luchar.
«Sabéis qué, hijos», dije sin volverme. «Es una idea interesante. Lo pensaré.»
Un suspiro de alivio surgió a mis espaldas. Creían que habían ganado.
«Claro, mamá, tómate tu tiempo», añadió Lucía con voz melosa.
«Pero lo pensaré aquí, en mi piso», repliqué, girándome hacia ellos. «Mejor que os vayáis. Seguro que tenéis mucho que hacer. Préstamos que calcular. Planos que revisar.»
Los miré a los ojos, y sus sonrisas se desvanecieron. Lo entendieron: no había terminado. Solo empezaba.
Desde ese día, comenzó el «asedio». Llamadas diarias, cuidadosamente planeadas.
Por la mañana, Javier, frío y metódico:
«Mamá, he encontrado un terreno increíble. Con pinos y un río cercano. Imagina a los niños respirando aire limpio.»
Por la tarde, la voz empalagosa de Lucía:
«Te haremos una habitación solo para ti, mamá. Con vistas al jardín. Tu propio baño. Llevaremos tu sillón y tu ficus. ¡Todo como te gusta!»
Apretaban cada punto débil: los nietos, la soledad, mi salud. Cada llamada era una obra de teatro donde yo interpretaba a la anciana frágil que necesitaba ser rescatada.
Los escuchaba, asentía y les decía que lo seguía pensando. Mientras tanto, yo actuaba.
Mi amiga Carmen había trabajado en una notaría. Una llamada, y allí estaba, estudiando cada posibilidad.
«Nina, no firmes nunca una donación», me advirtió. «Te echarán sin miramientos. Un contrato de usufructo, quizá. Pero no querrán. Lo quieren todo. Ahora.»
Sus palabras endurecieron mi decisión. No era una víctima. Era una superviviente. Y no me rendiría.
El colmo llegó un sábado. Sonó el timbre. Javier y Lucía estaban allí, con un hombre de traje y una carpeta en la mano.
«Mamá, este es Roberto, el agente inmobiliario», dijo Javier con tono casual. «Ha venido a valorar nuestro patrimonio.»
El hombre entró, escudriñando mi piso como un buitre. Paredes, techo, suelo. No veía un hogar. Veía metros cuadrados. Un producto en venta.
Algo en mí se rompió.
«¿Valorar qué?», pregunté con voz cortante.
«El piso, mamá. Para saber con qué capital contamos», respondió Javier, abriendo ya la puerta de mi habitación. «Adelante, Roberto.»
El agente dio un paso, pero me interpuse.
«Fuera», dije tan suave que todos se paralizaron.
«Mamá, ¿qué haces?», balbuceó Javier.
«He dicho fuera. Vosotros dos.» Miré a Lucía, pegada a la pared. «Y dile a tu marido que si trae otra vez a un desconocido aquí sin mi permiso, llamo a la policía. Y denuncio por intento de estafa.»
El agente, oliendo el peligro, fue el primero en retroceder.
«Yo ya les llamaré», farfulló antes de escapar.
Javier me fulminó con la mirada, la máscara del hijo amoroso caída.
«Has perdido la cabeza, vieja loca»
«Todavía no», lo interrumpí. «Pero tú te esfuerzas. Ahora marchaos. Necesito descansar. De vuestro “cariño”.»
Una semana de silencio. Ni llamadas ni visitas. Sabía que no había terminado. Se estaban reorganizando.
El viernes siguiente, Lucía llamó, su voz goteando falsa pena.
«Nina, perdónanos, fuimos estúpidos. Tomemos un café. Como antes. Ni una palabra del piso. Solo familia.»
Sabía que era una trampa. Pero fui.
Me esperaban en una mesa apartada. Un postre intacto en el centro. Javier parecía abatido, Lucía le sostenía la mano.
«Mamá, perdóname», murmuró. «Me equivoqué. Olvidemos esto.»
Pero tras sus ojos bajos, solo vi impaciencia.
«Yo también he pensado», dije con calma, sacando un papel doblado. «Y he tomado una decisión.»
No era un testamento. Era una carta.
«Os la leo», dije. «Yo, en pleno uso de mis facultades, declaro que mis hijos, Javier y su esposa Lucía, han intentado forzarme a vender mi vivienda. Ante la pérdida de confianza, he decidido»
Hice una pausa. Los ojos de Javier se alzaron, fríos como cuchillos.
« vender el piso.»
Lucía ahogó un grito. Javier se irguió de golpe.
«¿Qué?»
«Sí», asentí. «Ya tengo compradores. Un matrimonio joven. Esperarán a que me mude a una casita en el campo. Solo para mí.»
Impacto. Incredulidad. Rabia. Todo pasó por sus caras.
«¿Y el dinero?», espetó Lucía.
«No os preocupéis», sonreí. «Parte al banco, con buenos intereses. El resto, lo gastaré. Viajes, quizá un crucero. Al fin y al cabo, solo queréis que sea feliz, ¿no?