**Diario de un Estudiante Arrepentido**
La señorita Vázquez era el temor del instituto Ramón y Cajal. Todos la evitábamos. Era esa profesora que te fulminaba con la mirada si llegabas tarde, que te ponía falta por llevar la camisa fuera del pantalón, que nunca soltaba una sonrisa y que parecía deleitarse suspendiendo a medio curso.
En segundo de bachillerato, yo era el cabecilla de los que la detestábamos. Organizaba las burlas, los motes hirientes, las risas cuando volvía la espalda. La llamábamos “La Ogresa” y soñábamos con vengarnos de cada reprimenda que nos había echado encima.
Todo cambió un jueves de octubre.
Había faltado a clase para ir al centro con unos amigos. Volvía a casa en el autobús cuando la vi salir de una farmacia en un barrio humilde, cargando bolsas llenas de medicamentos. La curiosidad me pudo. Bajé en la siguiente parada y la seguí a escondidas.
La vi entrar en un bloque de pisos medio derruido. Esperé un momento y me acerqué. Por la ventana entreabierta del primer piso, escuché voces conocidas.
Señorita, gracias por venir. Lucía lleva dos días con fiebre.
No se preocupe, doña Martínez. Traje el medicamento que le recetó el médico.
¿Lucía Martínez? Era una compañera de mi clase. Una chica callada, siempre agotada, que faltaba constantemente.
¿Cuánto le debo, señorita?
Nada, ya lo hablamos.
Pero es mucho dinero
Lucía es brillante. Merece estar sana para seguir estudiando.
Me asomé un poco más y vi a la señorita Vázquez, esa mujer fría e implacable, tocando la frente de Lucía con una ternura que jamás nos había mostrado en el aula.
¿Cómo vas con los ejercicios de matemáticas?
Bien, señorita. He practicado los que me dejó.
Perfecto. El lunes te traeré unos apuntes para que prepares la selectividad.
Señorita, no sé si podré ir a la universidad. Mi madre necesita que trabaje
Lucía, tu trabajo ahora es estudiar. De lo demás, me ocupo yo.
Salí de allí con el estómago revuelto. Esa no era la profesora que creía conocer.
Al día siguiente, empecé a observarla con atención. Y noté detalles que antes me habían pasado desapercibidos.
Cuando David Torres se dormía en clase, en lugar de gritarle como al resto, le tocaba el hombro en silencio. Más tarde supe que David trabajaba en un bar hasta la madrugada para ayudar en casa.
Cuando Clara Ruiz no traía la tarea, la señorita Vázquez le daba tiempo extra sin desairarla delante de todos. Resulta que Clara cuidaba de su abuela enferma mientras su madre limpiaba oficinas.
Un día me armé de valor y me quedé después de clase.
Señorita, ¿puedo preguntarle algo?
Dime, Javier.
¿Por qué es tan diferente con algunos?
Hizo una pausa, colocando sus libros en la mesa.
¿A qué te refieres?
Que con algunos es más paciente. Pero conmigo y otros, implacable.
Siéntate.
Me senté en el pupitre, nervioso.
¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y Lucía Martínez?
No.
Que tú tienes padres que te pagan academias, que te compran libros nuevos, que te exigen buenas notas. Lucía no.
Pero eso no es culpa mía.
No lo es. Pero sí es tu deber aprovecharlo. Cuando soy dura contigo, es porque sé que puedes dar más. Cuando soy flexible con Lucía, es porque ya da todo lo que tiene.
¿Usted compra medicinas a los alumnos?
Me miró fijamente.
¿Me seguiste el otro día?
Asentí, avergonzado.
Javier, algunos de mis alumnos vienen a clase sin haber cenado. Otros cuentan monedas para el autobús. Si puedo ayudarlos a seguir estudiando, lo hago.
¿Con su sueldo?
Con mi sueldo.
¿Por qué?
Porque yo fui como ellos. Una profesora me pagó los libros de bachillerato. Sin ella, no estaría aquí.
Sentí un nudo en la garganta.
Pero ¿por qué es tan dura con nosotros?
Porque el mundo lo será. Si no les enseño a esforzarse ahora, ¿quién lo hará? Sus padres los mimarán. Yo soy quien les dirá la verdad: la vida no regala nada.
Nunca lo había visto así.
Javier, eres listo pero vago. Pierdes el tiempo en tonterías. ¿Sabes por qué me enfada?
¿Por qué?
Porque desperdicias lo que Lucía daría por tener. Ella estudia con velas cuando se va la luz, y aún así saca mejores notas que tú.
Me sentí miserable.
¿Puedo ayudar en algo?
¿En serio quieres ayudar?
Sí.
Pues estudia. Sé el alumno que podrías ser. Y si quieres hacer más, ayuda a quien lo necesite.
Ese día salí del instituto viéndolo todo distinto. La señorita Vázquez no era la ogresa que yo pintaba. Era una mujer que cargaba con las penas de sus alumnos, que gastaba su dinero en quienes no eran su familia, que era dura con unos para prepararlos y blanda con otros para no romperlos.
Empecé a estudiar de verdad. Organicé grupos de repaso. Dejé las bromas.
Al final de curso, cuando me entregó el boletín con un 9, la señorita Vázquez sonrió. Era la primera vez.
Bien hecho, Javier. Sabía que podías.
Gracias por no darme por perdido.
Nunca lo hago. Aunque a veces ustedes sí.
Años después, cuando me gradué con matrícula en la universidad, fui a verla. Seguía en el mismo instituto, igual de estricta, igual de generosa.
Señorita, quería darle las gracias.
No me las des, Javier. Tú pusiste el esfuerzo.
Sí se las debo. Me enseñó que exigir es otra forma de cuidar. Que quien más nos quiere, a veces menos nos mima.
Ahora doy clases. Y cuando tengo que ser severo, recuerdo a la señorita Vázquez. Que la firmeza también es cariño. Que pedir excelencia es creer en alguien.
Mis alumnos seguramente me odian tanto como yo la odié a ella. Pero espero que algún día, como me pasó a mí, entiendan que los profesores más duros suelen ser los que más creen en nosotros.