Hoy, mientras repaso mis recuerdos, pienso en el error que cometí con mi hija. Le regalé un apartamento cuando se casó, pero con el tiempo me di cuenta de que había sido una equivocación.
Tuve una esposa maravillosa: hermosa, cariñosa e inteligente. Vivimos juntos veintitrés años, los mejores de mi vida. Pero una enfermedad cruel se la llevó. Juntos criamos a nuestra hija, Lucía.
Cuando mi mujer aún vivía, me sugirió comprar otro piso para alquilar y tener ingresos extra. Mi pensión era escasa, pero ella insistió: “Si lo alquilamos, siempre habrá dinero entrando, y si las cosas se ponen difíciles, podemos venderlo. Los bienes inmuebles nunca fallan”. Lucía, nuestra hija, ya podía valerse por sí misma.
Cuando aceptó la propuesta de matrimonio de su novio, les di el segundo piso como regalo de boda, para que no tuvieran que vivir de alquiler. Pero luego me arrepentí. Siempre creí que Lucía era sensata, pero hizo esto.
Tras firmar la escritura a su nombre, lo vendió sin más y compró un Mercedes nuevo con el dinero.
“¿Dónde vais a vivir, Lucía?”, le pregunté.
“¡Ay, papá! Pronto ganaremos suficiente para otro piso. Por ahora, seguiremos alquilando. Sergio y yo siempre soñamos con tener un buen coche. Además, nos quedan unos miles, así que volaremos a Grecia. Nos merecemos unas vacaciones decentes.”
Decir que me quedé helado es poco. ¿Crees que disfrutaron mucho de ese coche? Claro que sí. Tres meses después, mi yermo chocó y lo redujo a chatarra. Por suerte, Lucía no salió herida. Poco después, descubrió que Sergio tenía una amante y lo dejó.
Lucía no tuvo más remedio que volver a casa conmigo, habiendo perdido al marido, el piso y el coche.
Aprendí que, a veces, los regalos más generosos pueden malinterpretarse. La prudencia vale más que la buena intención.