María López llegó exhausta pero contenta cuando su coche entró por fin en el garaje tras tres días fuera. Era la primera vez en años que ella y su marido, Javier, se habían ido de viaje sin los niños. Habían dejado a sus dos hijos, Sofía (6) y Lucas (4), al cuidado de su madre, Carmen, una mujer de 68 años jubilada que siempre había insistido en que adoraba a sus nietos.
María había dudado al principio. Carmen había mostrado señales de olvido últimamenteperder las llaves, repetir las mismas historiaspero María lo dejó pasar. Al fin y al cabo, Carmen había sido enfermera durante treinta años, cuidadosa y responsable. “Te preocupas demasiado”, le dijo Javier. “Tu madre quiere a esos niños. Estarán bien”.
Al cruzar la puerta, María llamó: “¡Mamá! ¡Ya estamos aquí!”. Solo el silencio respondió. Frunció el ceño. Normalmente, Sofía saldría corriendo, gritando lo mucho que había echado de menos a sus padres. La casa estaba extrañamente fría y en silencio. La sonrisa de María se desvaneció. Dejó el bolso y se apresuró hacia el salón.
Entonces lo vio. Sofía y Lucas estaban tumbados en el sofá, inmóviles, pálidos como la porcelana. Sus pequeños pechos no se movían. María gritó, cayendo de rodillas, sacudiéndolos con desesperación. “¡Despertad! ¡Por favor, despertad!”. Sus lamentos resonaron por la casa, despertando a Javier, que entró corriendo tras dejar el equipaje.
Javier se paralizó al ver la escena. “Dios mío…”, murmuró con la voz quebrada. “María, llama al 112”.
Los paramédicos llegaron en minutos, pero ya era tarde. Los dos niños habían muerto. María sintió que su mundo se desmoronaba, el aire escapándose de sus pulmones. Entre el caos, vio a Carmen sentada tranquilamente en la cocina, tomando té, con las manos temblorosas.
María se abalanzó hacia ella. “Mamá, ¿qué ha pasado? ¿Qué les has hecho?”.
Carmen levantó la vista con ojos nublados. “Estaban cansados… Les di un poco de medicina para que durmieran. No pensé… Solo quería que descansaran. No paraban de llorar por ti”.
El grito de María fue pura angustia. “¡Los has matado!”.
La policía inició una investigación de inmediato. Los informes toxicológicos confirmaron que Sofía y Lucas habían ingerido una dosis mortal de pastillas para dormirmedicación recetada a Carmen para su insomnio. Las había triturado en el zumo de los niños, pensando que solo “un poco” los calmaría. Pero sus pequeños cuerpos no pudieron soportarlo.
Los detectives interrogaron a Carmen, que temblaba en la sala. “No quería hacerles daño”, repetía. “Quiero a esos niños más que a mi vida. Es que no paraban de llorar… Pensé que si dormían, todo sería más fácil”.
Para María y Javier, sus palabras eran puñaladas. Intencional o no, sus hijos se habían ido para siempre. El fiscal consideró cargos por homicidio involuntario, negligencia y abandono de menores. La edad y el deterioro mental de Carmen complicaron el caso. Algunos médicos sugirieron que podía estar en las primeras etapas de demencia, lo que afectaba su juicio.
El juicio comenzó con el tribunal lleno. María se sentó en el banquillo, abrazando una foto de Sofía y Lucas, los ojos hinchados por noches sin fin de llanto. Javier le sostuvo la mano, aunque él mismo temblaba de dolor y rabia.
El abogado de Carmen argumentó que no había actuado con maliciasolo con ignorancia y juicio deteriorado. Pero la acusación la pintó como negligente, señalando que ningún adulto responsable drogaría a niños pequeños.
Los vecinos testificaron sobre cómo la madre de María presumía de ser “la mejor cuidadora”. Aunque algunos admitieron haber notado que Carmen olvidaba cosas simplesdejar el gas encendido, perderse por el barrio con mirada confusa.
El jurado debatió el caso. María se sentía desgarrada. Recordaba a su madre como su heroína, la que la cuidaba cuando estaba enferma, la que trabajaba noches enteras para mantenerla. Pero ahora, esa misma mujer le había arrebatado todo.
El veredicto llegó: culpable de homicidio involuntario. Carmen fue condenada a cinco años en un centro con supervisión médica, dada su decadencia cognitiva. El corazón de María se rompió de nuevono por compasión, sino por la certeza de que había perdido a su madre y a sus hijos.
La vida después de la tragedia fue insoportable. La casa, antes llena de vida, parecía un sepulcro. Los dibujos de Sofía seguían colgados en la nevera, y los camiones de juguete de Lucas permanecían esparcidos por el salón, intactos. María evitaba pasar por sus habitaciones, incapaz de soportar el silencio.
La culpa la perseguía cada día. “¿Por qué los dejé? ¿Por qué no escuché mis instintos?”. Su mente reproducía el momento en que entregó a los niños a Carmen, el abrazo de despedida, Sofía agitando la mano y diciendo: “Mamá, que te diviertas”.
Javier intentó ser fuerte, pero también se ahogaba en el dolor. Acudieron a terapia, pero cada sesión terminaba en lágrimas. Su matrimonio se resquebrajó bajo el peso de la pérdida, culpándose a veces el uno al otroMaría por insistir en el viaje, Javier por asegurarle que estarían seguros.
El pueblo organizó velas en su honor. Cientos encendieron cirios, rezaron y compartieron el duelo. Pero ninguna muestra de cariño podía llenar el vacío en el corazón de María.
Carmen escribió cartas desde el centro, llenas de disculpas y recuerdos. “Veo sus caras cada noche”, escribió. “Ojalá hubiera sido yo”. María apenas las leía. Sus heridas eran demasiado profundas.
Años después, María se quedó en el cementerio, mirando dos pequeñas lápidas una al lado de la otra. Susurró entre lágrimas: “Creí que os quería. Creí que estabais a salvo”.
Esas palabras la atormentaban. Había confiado a sus hijos a la persona que creía que más los protegeríasu abuela. En lugar de amor, solo hubo tragedia.
La historia corrió por toda la región, generando debates sobre el cuidado de mayores, la demencia y la precaución de los padres. Pero para María, no era un debate. Era su vida, destrozada para siempre.