Hace cinco años perdí a mi esposa Clara. Crié a nuestra hija Elena sola. Fuimos a la boda de mi mejor amigo Lucas para celebrar un nuevo comienzo.

Mi esposa Clara murió hace cinco años. Crié a nuestra hija Lucía sola. Asistimos a la boda de mi mejor amigo Luis para celebrar un nuevo comienzo.

El salón de la boda brillaba con luces cálidas, ese tipo de resplandor suave que hace que todo parezca más perdonable, más romántico. Mi hija, Lucía, apretó mi mano mientras caminábamos hacia las filas de sillas blancas. Con diez años, tenía los grandes ojos avellana de su madre y el mismo pequeño pliegue entre las ceñas cuando estaba curiosa. Durante años, habíamos estado solo nosotras dos desde que Clara falleció en un accidente de coche. Cinco años de adaptarnos, de llorar, de reconstruir. Y esta noche debía ser una celebración de nuevos comienzos. Mi mejor amigo, Luis Martínez, por fin había encontrado a la mujer con la que quería casarse.

Luis fue mi apoyo cuando Clara murió. Él me ayudó a mudarme a un adosado más pequeño en las afueras de Madrid, arregló el grifo que goteaba, cuidó de Lucía cuando tenía que trabajar turnos de noche en el hospital. Era más un hermano que un amigo, y cuando me dijo que se casaba, me alegré sinceramente por él.

La ceremonia comenzó con una suave melodía de piano. Los invitados se pusieron en pie cuando la novia entró, su rostro oculto bajo un velo vaporoso. Lucía apoyó la cabeza en mi brazo, susurrando que bonito era el vestido. Asentí sonriendo, aunque una extraña inquietud se instaló en mi pecho. La manera en que la novia caminabaalgo en su paso, la inclinación de sus hombrosme resultaba familiar, pero no lograba ubicar por qué.

Entonces Luis levantó el velo.

El aire se me escapó de los pulmones. Casi doblo las rodillas. Porque mirándome fijamente estaba Clara. Mi esposa. La mujer que enterré hace cinco años.

Me quedé paralizado, incapaz de pestañear, de respirar. El mundo se volvió borroso a mi alrededorlos aplausos, los suspiros de admiración, la voz del sacerdotenada de eso registraba. Solo podía verla a ella. El rostro de Clara, sus ojos, su sonrisa leve.

“Papá,” Lucía tiró de mi manga, su vocecita cortando la niebla en mi mente. “¿Por qué se casa mamá con tío Luis?”

Mi boca se secó. Mis manos temblaban tanto que casi dejé caer el programa de la boda.

No podía ser. Clara había muerto. Había visto el accidente, identificado su cuerpo, firmado el certificado de defunción. Había llorado en su funeral. Y, sin embargo, allí estaba, de blanco, tomando las manos de Luis.

El salón de repente se sintió demasiado pequeño, asfixiante. Los invitados cuchicheaban, algunos lanzándome miradas furtivas.

No sabía si estaba perdiendo la cabeza o si era el único que veía lo imposible.

Mi primer instinto fue levantarme y gritar. Exigir respuestas, detener la boda antes de que avanzara un segundo más. Pero los dedos de Lucía se apretaron alrededor de los míos, anclándome. No podía armar un escándalono delante de ella, no aquí. Me obligué a permanecer sentado mientras la ceremonia continuaba, cada palabra de los votos clavándose en mí como cristales.

Cuando el celebrante los declaró marido y mujer, y Luis besó a su novia, sentí un nudo en la garganta. La gente aplaudía, vitoreaba, enjugaba lágrimas de felicidad. Mientras tanto, yo permanecía rígido y tembloroso, mi mente dando vueltas en círculos.

En el banquete, evité la mesa principal. Me quedé cerca de la barra, distrayendo a Lucía con pastel y refresco, sin apartar la vista de la pareja. De cerca, el parecido era aún más impactante. La novia reía con su nuevo marido, su voz casi idéntica a la de Claraquizás un poco más grave, más deliberada.

No pude soportarlo más. Le pregunté a una de las damas de honor el nombre de la novia.

“Se llama Julia,” respondió alegremente. “Julia Gómez. Conoció a Luis hace un par de años en Barcelona, creo.”

Julia. No Clara. Mi mente se aferró a ese detalle. ¿Por qué Julia se parecía exactamente a mi difunta esposa?

Más tarde, Luis me encontró en la terraza. “Jaime, ¿estás bien? Has estado callado.”

Intenté disimular la tormenta en mi interior. “Es que… se parece muchísimo a Clara.”

Frunció el ceño, inclinando la cabeza. “Sí, a mí también me sorprendió cuando la conocí. Me desconcertó. Pero Julia no es Clara, tío. Lo sabes.”

Tragué saliva. “¿Lucía lo sabe?”

“Está confundida. Me lo imaginé.” Luis puso una mano en mi hombro. “Escucha, tú y yo hemos pasado por el infierno. Jamás te haría daño. Julia no es Clara. Es ella misma. Dale tiempo.”

Pero el tiempo no calmó la inquietud. Cuando Julia se acercó a saludarnos, se agachó hasta la altura de Lucía, sonriendo cálidamente. “Tú debes ser Lucía. Tu papá habla mucho de ti.”

Lucía la miró fijamente. “Hablas como mamá.”

Julia se quedó paralizada un instante antes de recuperarse. “Pues es un honor.”

La mirada en sus ojos me persiguiócomo si ocultara algo. Y supe entonces que no podía dejarlo pasar.

En las semanas siguientes, no pude dormir. Recurrí a viejos álbumes de fotos, comparando cada rasgo de Clara con los de Julia. La misma estructura ósea, la misma pequeña cicatriz sobre la ceja derecha, el mismo hoyuelo en la mejilla izquierda. Era demasiado para ser coincidencia.

Contraté a un detective privado. Si Julia era quien decía ser, los documentos lo confirmarían. En pocos días, el detective trajo los papelespartida de nacimiento, expedientes escolares, carnet de conducirtodo en regla. Julia Gómez, nacida en Sevilla, 1988. Nada la vinculaba a Clara.

Aun así, no estaba satisfecho. Necesitaba la verdad. Una tarde, cuando Luis nos invitó a cenar, finalmente acorralé a Julia en la cocina.

“¿Quién eres realmente?” pregunté en voz baja, aferrándome al mármol para mantenerme firme.

Ella se tensó. “Jaime, ya te dije”

“No. No eres solo Julia. Tienes la misma cicatriz que Clara, la misma risa, el mismo” Mi voz se quebró. “No me digas que esto es coincidencia.”

Sus ojos se suavizaron, y por un momento, pensé que confesaría. Pero en vez de eso, susurró: “La gente duele de formas extrañas. Tal vez solo ves lo que deseas ver.”

Aquella noche me fui más perturbado que nunca.

El punto de quiebre llegó cuando Lucía tuvo una pesadilla y me llamó. Me contó que Julia había entrado en su sueño y la había arropadoigual que hacía su madre. “Papá,” dijo entre lágrimas, “creo que mamá ha vuelto.”

No podía permitir que mi hija viviera con esa confusión.

Una semana después, enfrenté a Luis. “Necesito la verdad. ¿Sabías lo mucho que se parece a Clara cuando te casaste con ella? ¿Nunca te preguntaste si podía ser ella?”

El rostro de Luis se endureció. “Jaime, estás pasando la raya. Clara se fue. Julia es mi esposa. Tienes que soltarlo antes de que te destruya.”

Pero entonces Julia entró en la habitación. Nos miró a ambos, su expresión desgarrada. Y finalmente, con voz temblorosa, dijo:

“Hay algo que no les he contado a ninguno de los dos.”

La habitación quedó en silencio. Mi pulso retumbaba en mis oídos. Lucía

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Hace cinco años perdí a mi esposa Clara. Crié a nuestra hija Elena sola. Fuimos a la boda de mi mejor amigo Lucas para celebrar un nuevo comienzo.