LOS ZAPATOS DE ESTRELLA: Brilla con Elegancia y Estilo en Cada Paso

**Diario de Lucía**

Hoy cumplo once años y sigo caminando descalza por las calles empinadas de Ronda, donde las casas blancas parecen colgar a los pies del Tajo y el aire huele a jazmines, pan recién horneado y café espeso. Mis pies, curtidos por años de no llevar zapatos, conocen cada adoquín, cada grieta y cada charco del pueblo. Son pequeños y delgados, pero fuertes como el cuero viejo, mudos testigos de mi vida.

Mi madre teje mantones de Manila para los turistas que pasean por la plaza, hilando historias en cada bordado. Mi padre vende churros en el mercadillo, voceando los precios con ese tono que atraviesa la plaza entera. No somos ricos, pero la casa de cal y teja se llena de risas la mía, la de mis hermanos, aunque a veces falte para lo esencial. Voy al colegio cuando puedo; otras, ayudo en el puesto o cuido a mi hermano pequeño, Pablo, que aún balbucea sus primeras palabras.

Hoy, mientras barría las ruinas del Puente Nuevo, una mujer extranjera me observó. Sus ojos se clavaron en mis pies, cubiertos de tierra y cicatrices.

¿Por qué no llevas zapatos, niña? preguntó, agachándose.

Me encogí de hombros, pero no bajé la mirada.

Los míos se rompieron hace meses dije. Y no hay para otros.

La mujer sacó de su bolso unas zapatillas deportivas, casi nuevas, blancas con una franja roja. Brillaban bajo el sol como un tesoro. Esa noche no las quité ni para dormir, limpiándolas con cuidado mientras Pablo las miraba asombrado y los gatos del callejón las olfateaban con recelo.

Al día siguiente, fui al colegio con ellas puestas, la cabeza alta. No por soberbia, sino porque, por primera vez, no tuve que esconder los pies bajo el banco o bajo un trapo viejo. Cada paso resonaba en las calles empedradas, como si el pueblo entero me viera distinta.

Pero pronto, todo cambió.

¡Mira la pija con zapatillas nuevas! se burló un compañero.

Las risas cortaron más que las piedras bajo los pies descalzos. Me senté sola, el corazón apretado, sin entender por qué algo tan pequeño despertaba envidia. Al volver a casa, guardé las zapatillas en una bolsa.

¿Qué pasa, hija? preguntó mi madre al ver mi cara.

Las guardo, mamá. Para que no se estropeen.

No le dije la verdad: que ser pobre y tener algo bonito duele más que no tener nada. Que confunden orgullo con vanidad. Que la humildad no está en lo que calzas, sino en cómo caminas.

Días después, llegó una ONG al barrio. Buscaban niños para un reportaje sobre la infancia en los pueblos blancos. Me fotografiaron con las zapatillas, frente a nuestra casa, sosteniendo una rama de olivo. La imagen viajó lejos a Madrid, París, México, aunque yo no lo supe hasta que vino un periodista.

Tu foto está en una exposición me dijo. La gente pregunta por ti.

Mi madre lloraba en silencio.

¿Por qué quieren saber de mí, si aquí nadie me ve? pregunté.

Porque lo sencillo, visto con amor, se convierte en arte.

Volví a ponerme las zapatillas. Caminé por la plaza sin bajar la vista, ya sin importarme las burlas. Había entendido algo: la belleza no es solo lo que otros ven, sino lo que sientes cuando dejas de esconderte.

Con los años, mi historia inspiró a otros niños. Las madres hablaban de dejar que los pequeños se sientan orgullosos, sin miedo al qué dirán. Yo seguí caminando con mis zapatillas, ahora manchadas de barro y recuerdos. Cada paso decía: “Miradme. Mirad lo que soy.”

Hoy, al pasar por la plaza, vi a niñas descalzas. Me acerqué, no para dar lecciones, sino para mostrarles que pueden andar con orgullo. Mis zapatillas ya no son solo mías: son un símbolo de resistencia, de amor propio.

Porque a veces, no hacen falta milagros grandes. Basta un par de zapatos, una rama de olivo, una mirada de respeto y la valentía de caminar con la cabeza alta.

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