Salí con Miguel entre mis brazos y pisé los escalones mojados. La lluvia se colaba por la puerta entreabierta del edificio, empapándome el pelo. Afuera, las calles estaban desiertas. Ni siquiera los perros se atrevían a vagar con aquel tiempo. Sentía el frío calándome la ropa, pero no tenía adónde ir.
Vagabundeé horas por la ciudad, con el niño pegado a mí. Al final, una vecina mayor, doña Carmen, me vio empapada y temblando y me llamó a su pequeño pero cálido apartamento. Me dio una toalla, una taza de té y un colchón improvisado para Miguel. Esa noche lloré en silencio, con la mirada clavada en el techo. Sabía que algo tenía que cambiar.
Los días siguientes fueron duros. Buscaba trabajo, pero nadie quería contratar a una madre soltera con un niño pequeño. El dinero para comida escaseaba, y la humillación en los ojos de quienes me conocían dolía más que el hambre. Ricardo y Lucía actuaban como si yo no existiera. Y yo sentía que había desaparecido de sus vidas como una mancha borrada con esponja.
Tras una semana, recibí una carta oficial. Al principio pensé que era una notificación de las autoridades, quizá una deuda desconocida. Abrí el sobre con manos temblorosas. Pero las palabras impresas me cambiaron la vida: *”Estimada señora Clara Martínez, le informamos que es la única heredera de la fortuna de la finada doña Sofía Gutiérrez, su tía lejana…”*
La leí tres veces. No podía creerlo. Sofía, a quien solo había visto una vez en mi infancia, lo había dejado todo a mi nombre. Una casa imponente en las afueras, cuentas bancarias sustanciosas y, lo más importante, acciones en una respetable empresa comercial.
Fui al notario de inmediato y, paso a paso, tomé posesión de la herencia. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el sol salía también para mí. Compré ropa nueva, le di a Miguel todo lo que nunca tuvo: juguetes, abrigo, buena comida. Pero, sobre todo, le di seguridad.
Pasaron los años. Aprendí a manejar los negocios de mi tía y, para sorpresa de todos, lo hice muy bien. Empecé a invertir con inteligencia, rodeándome de gente de confianza. Poco a poco, mi nombre se hizo conocido en el mundo de los negocios. Una mujer fuerte, elegante y misteriosa. Nadie recordaba ya aquellos días en que me echaron a la calle bajo la lluvia.
Ricardo y Lucía, en cambio, ya no estaban en la cima. Su empresa se tambaleaba. Errores de gestión, decisiones impulsivas, socios perdidos… todo se acumulaba como una bola de nieve. Intentaron buscar inversores, pero las puertas se les cerraban.
Una mañana, mi abogado me llamó:
Señora Clara, la empresa de la familia López está en venta. Tienen deudas enormes. Si lo desea, puede participar en la subasta.
Mi corazón latió fuerte. Era el momento. El destino me ponía en bandeja la oportunidad que había soñado aquella noche lluviosa, cuando me echaron con mi hijo en brazos.
Asistí a la subasta vestida con un traje elegante, el pelo recogido en un moño impecable. Nadie me reconoció. Habían pasado años, y ya no era la mujer desesperada y humillada de antaño. Era otra.
Cuando anunciaron el nombre del ganador, los rostros de Ricardo y Lucía palidecieron. Yo, Clara Martínez, era la nueva dueña de su negocio. No los miré entonces. Solo firmé los papeles con una sonrisa serena.
Esa noche, Ricardo vino a mi despacho. Temblaba, envejecido, los hombros cargados de preocupación.
Clara… por favor… no nos dejes en la calle. Sabes que sin esta empresa estamos perdidos.
Lo miré a los ojos. Era el mismo hombre que me había echado, que me dijo que mi hijo y yo éramos una carga. Ahora mendigaba mi piedad.
Ricardo respondí fría, la vida es curiosa, ¿verdad? Aquel día te dije que lo lamentarías. Y ha llegado el momento.
Lucía también intentó convencerme. Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero yo solo veía a la mujer que me había empujado a la calle bajo la lluvia, con un niño aterrorizado en brazos.
Clara, cometimos un error. Estábamos cegados por el orgullo. ¡Por favor, ten compasión!
Sonreí con amargura.
¿Compasión? ¿La tuvisteis vosotros cuando me echasteis en plena noche? ¿Cuando Miguel lloraba y os rogaba que no lo abandonarais? Entonces no os importó.
Los dejé marchar con la cabeza baja. La empresa era mía, y ellos ya no tenían nada.
Años después, Miguel creció convertido en un joven fuerte e inteligente. A veces le contaba de aquella noche de lluvia. Le decía que nunca debía perder la dignidad, incluso cuando el mundo le volviera la espalda.
Y cada vez que veía el rostro de Ricardo por la calle, con ropas gastadas y mirada perdida, sentía una profunda calma. No por venganza, sino por justicia.
Porque en una noche lluviosa, años atrás, juré que un día se arrepentirían. Y así fue.