Descubrí a un niño ciego de tres años abandonado bajo un puente. Nadie lo quería, así que decidí ser su madre.
“Hay alguien ahí”, susurró Lucía, dirigiendo el haz tenue de su linterna hacia las sombras bajo el puente.
El frío le calaba los huesos, y el barro del otoño se pegaba a sus zapatos, haciendo cada paso más pesado. Tras doce agotadoras horas en el centro de salud, sus piernas le ardían, pero un sonido leveun sollozo en la oscuridadborró todo lo demás de su mente.
Bajó con cuidado por la pendiente resbaladiza, agarrándose a las piedras húmedas para no caer. La luz reveló una pequeña figura acurrucada contra un pilar de hormigón. Descalzo, vestido solo con una camisa fina y empapada, el niño estaba cubierto de barro.
“Dios mío” Lucía corrió hacia él.
El niño no reaccionó a la luz. Sus ojosnublados, sin vidaparecían mirar a través de ella. Movió su mano frente a su rostro, pero las pupilas no respondieron.
“Está ciego”, murmuró, sintiendo un nudo en el pecho.
Se quitó la chaqueta, lo envolvió con cuidado y lo abrazó contra su cuerpo. Estaba helado.
El agente local, Francisco Mendoza, llegó una hora después. Inspeccionó la zona, anotó algo en su cuaderno y negó con la cabeza.
“Lo abandonaron aquí. Alguien lo trajo al bosque y lo dejó. Hay muchos casos así últimamente. Eres joven, muchacha. Mañana lo llevaremos al orfanato del pueblo.”
“No”, respondió Lucía con firmeza, apretando al niño. “No lo abandonaré. Me lo llevo conmigo.”
En casa, llenó una palangana con agua caliente y lo limpió con cuidado. Lo envolvió en una sábana de floresla misma que su madre guardaba “por si acaso”. El niño apenas comía, no hablaba, pero cuando Lucía lo acostó junto a ella, agarró su dedo con sus manitas y no lo soltó en toda la noche.
A la mañana siguiente, su madre apareció en la puerta. Al ver al niño dormido, frunció el ceño.
“¿Sabes lo que has hecho?”, susurró para no despertarlo. “¡Eres una chica joven! Veinte años, sin marido, sin medios”
“Mamá”, la interrumpió Lucía con calma pero firmeza. “Es mi decisión. Y no la cambiaré.”
“Ay, Lucía”, suspiró su madre. “¿Y si sus padres regresan?”
“¿Después de esto?”, negó Lucía. “Que lo intenten.”
Su madre se fue dando un portazo. Pero esa noche, su padre, sin decir palabra, dejó un caballito de madera en la puertaun juguete que había tallado él mismo. Y murmuró:
“Mañana traeré patatas. Y un poco de leche.”
Era su forma de decir: estoy contigo.
Los primeros días fueron los más duros. El niño permaneció callado, apenas comía, se sobresaltaba con cada ruido. Pero al cabo de una semana, aprendió a encontrar su mano en la oscuridad, y cuando Lucía le cantó una nana, asomó la primera sonrisa en su rostro.
“Te llamarás Jaime”, decidió un día después de bañarlo y peinarlo. “¿Qué te parece?”
El niño no respondió, pero extendió la mano hacia ella, acercándose.
Los rumores corrieron rápido por el pueblo. Algunos se compadecían, otros la criticaban, y algunos simplemente se sorprendían. Pero Lucía no les hizo caso. Su mundo giraba ahora en torno a esa pequeña personaa quien había prometido calor, hogar y amor. Y por eso, estaba dispuesta a todo.
Pasó un mes. Jaime comenzó a sonreír al oír sus pasos. Aprendió a sostener una cuchara, y cuando Lucía tendía la ropa, él intentaba ayudarbuscando las pinzas en la cesta y dándoselas.
Una mañana, como siempre, se sentó junto a su cama. De pronto, el niño alzó la mano, acarició su mejilla y dijo con claridad:
“Mamá.”
Lucía se quedó inmóvil. El corazón le latió tan fuerte que casi no podía respirar. Tomó sus manitas entre las suyas y susurró:
“Sí, cariño. Estoy aquí. Y siempre lo estaré.”
Esa noche apenas durmiósentada a su lado, acariciando su cabeza, escuchando su respiración. Por la mañana, su padre apareció en la puerta.
“Conozco a alguien en el ayuntamiento”, dijo, ajustándose la gorra. “Arreglaremos la tutela. No te preocupes.”
Fue entonces cuando Lucía lloróno de tristeza, sino de una felicidad que le llenaba el pecho.
Un rayo de sol rozó la mejilla de Jaime. No parpadeó, pero sonrióreconociendo sus pasos.
“Mamá, ya estás aquí”, dijo con seguridad, estirando los brazos hacia ella.
Cuatro años después. Jaime tenía siete, Lucía veinticuatro. El niño se movía por la casa como si la conociera de memoriacada escalón, cada tablón que crujía.
“Luna está en el porche”, dijo un día, sirviéndose agua de la jarra. “Sus pasos son como el susurro de la hierba.”
La gata rubia era su fiel compañera, siempre a su lado cuando extendía la mano.
“Muy bien”, Lucía lo besó en la frente. “Hoy viene alguien que te ayudará.”
Era don Antonioun maestro recién llegado al pueblo. Delgado, con canas en las sienes, cargado de libros.
“Buenas tardes”, dijo suavemente al entrar.
Jaime, normalmente reservado, extendió la mano: “Tu voz es como miel.”
El maestro sonrió y sacó un libro en braille. “Esto es para ti.”
Jaime pasó los dedos por las páginasy sonrió. “¡Puedo sentir las letras!”
A partir de entonces, don Antonio vino cada día. Le enseñó a leer, a escribir, a escuchar el mundo con todo su ser.
“Oye las palabras como otros oyen la música”, le dijo a Lucía.
Jaime hablaba de sus sueños:
“En mis sueños, los sonidos tienen colores. Los rojos son fuertes, los azules suaves, como tú cuando piensas de noche.”
Los domingos, Lucía hacía una tarta que Jaime llamaba “el sol del horno”. Los vecinos a veces comentaban:
“Pobrecillo. En la ciudad tendría más oportunidades.”
Pero un día, cuando un vecino insistió en que lo llevaran a un internado, Jaime respondió con firmeza:
“Allá no oigo el río. Aquí es mi hogar.”
Don Antonio leyó sus escritos en la biblioteca. La gente escuchó en silencio. Algunos lloraron.
Nadie volvió a hablar de internados.
Jaime ya no era “el niño ciego”. Era alguien con una visión única del mundo.
“La nieve es cuando el cielo hace una pausa”, decía. “Y mamá es la luz que nunca se apaga.”
Lucía sonreía. Sabía que su vida tenía sentido.
Y en los ojos de Jaimevueltos hacia dentrobrillaba algo que no todos pueden ver. Algo que vive en cada persona, pero que no todos saben escuchar.