Todos grababan al niño agonizante, pero solo el motorista se detuvo para salvarlo

**Diario de un testigo**

Aquel día en el aparcamiento del Mercado García, todos grababan al chico moribundo con sus móviles, pero solo el motero intentó salvarlo. Yo lo vi desde mi coche, paralizado, mientras aquel hombre de setenta años, con la chaqueta de cuero desgarrada, hacía RCP al muchacho. Los demás solo filmaban, como si fuera un espectáculo.

La madre del chico gritaba, suplicando a Dios y a cualquiera que escuchara, pero solo el motero reaccionó. Su propia sangre, de las heridas por la caída, manchaba la camiseta del joven mientras contaba las compresiones con voz ronca, más áspera que el pedregal de la sierra.

Los servicios de emergencia tardarían aún ocho minutos. Los labios del chico estaban azules. Y entonces, el motero hizo algo que nunca olvidaré: empezó a cantar.

No eran instrucciones médicas, ni rezos. Cantó *La Llorona* con un acento quebrado, mientras seguía presionando el pecho del chico, sus lágrimas mezclándose con la barba blanca. El aparcamiento enmudeció, solo su voz y el ritmo de las compresiones resonaban. Treinta compresiones. Dos respiraciones. *”Ay de mí, Llorona”*

El chicoDavid Torres, supe despuéshabía sido atropellado por un conductor borracho cuando iba camino al Mercado García. El motero, *El Lobo*, llegó primero, tirando su Yamaha para evitar el mismo coche. Mientras los demás llamaban al 112, él se arrastró por el asfalto hasta alcanzar al muchacho.

*”Aguanta, niño”*, repetía entre versos. *”Mi hijo tenía tu edad. Aguanta.”* Pero no respondía

Yo me llamo Antonio Ruiz, y fui uno de los que presenciaron cómo *El Lobo* salvó una vida aquel día. Pero nadie habla del precio que él pagó.

Lo había visto por el barrio años atrás. Difícil no notar a un motero viejo con una calavera pintada en el casco y una moto que retumbaba como una tormenta. Los tenderos fruncían el ceño cuando aparcaba. Las madres apartaban a sus hijos. La chaqueta de cuero y las cicatrices bastaban para juzgarlo.

Hoy rompió todos esos prejuicios.

Estaba en mi coche revisando el WhatsApp cuando escuché el golpe. El metal contra carne. Los frenos chirriando. Y luego, el rugido de la Yamaha al caer, las chispas saltando al arrastrarse por el asfalto.

David llevaba el uniforme del Mercado García, seguramente llegando tarde a su turno. La furgoneta lo lanzó varios metros. Cayó como un muñeco roto, la sangre bajo su cabeza formando un charco.

Todos salieron de sus coches, formando un círculo. Los móviles se alzaron como banderas. Pero nadie tocó al chico. Hasta que su madre llegó, dejando caer las bolsas de la compra, los nísperos rodando por el suelo mientras gritaba: *”¡Ayudadlo, por favor!”*

Entonces, *El Lobo* actuó. Sangraba por su propia caída, el brazo izquierdo colgando torcido. Pero se arrastró hasta David y buscó un pulso con dedos temblorosos.

*”Nada”*, anunció, empezando las compresiones. *”Que alguien cuente. No puedo con este brazo.”*

Nadie ayudó. Solo siguieron grabando.

Así que él contó solo, presionando con un brazo y una fuerza que no entendía. *”Uno, dos, tres”* Su voz sonaba profesional, como si hubiera hecho esto antes.

Y así era. Ramón *El Lobo* Vargas había sido sanitario en la guerra de Bosnia. Salvó a quince hombres en una sola noche, pero nunca lo contó. Regresó a casa entre murmullos, encontrando refugio en un club de moteros que entendía su silencio.

Pero esa tarde, solo vi a un hombre viejo negándose a dejar morir a un desconocido.

A los cuatro minutosuna eternidad en RCP*El Lobo* empezó a flaquear. Su brazo bueno temblaba. Entonces comenzó a cantar *La Llorona*, la misma que tarareaba en las trincheras.

*”Ay de mí, Llorona”*

Algo en su voz quebrada rompió el hechizo. Una enfermera, Carmen, se adelantó para relevarlo. Un carpintero se arrodilló a su lado. Hasta los chavales que antes se burlaban callaron.

Seis minutos. Siete. *El Lobo* seguía insuflando aire al chico, aunque su respiración se volvía irregular.

Ocho minutos. Sus ojos se nublaban. Entendí, con horror, que él también se moría. Las costillas rotas le perforaban los pulmones. Pero seguía cantando entre respiración y respiración.

Las sirenas llegaron. Los paramédicos tomaron el relevo. Intentaron atenderlo, pero él los apartó: *”Primero el chico.”*

No estaba bien. Palidecía bajo el bronceado. Pero se quedó allí, arrodillado en su propia sangre, tarareando.

Y entoncesmilagroDavid tosió.

Débil, pero vivo. Lo subieron a la ambulancia, su madre agarrando la mano de *El Lobo* antes de irse: *”Gracias.”*

Él sonrió, y vi la sangre en sus labios.

*”Señor, necesita ir al hospital”,* dijo un paramédico.

*”En un momento”*, respondió, intentando levantarse. Dio dos pasos antes de desplomarse.

Lo sostuve yo, el mismo que antes cruzaba de acera al verlo. Otros se sumaronel carpintero, Carmen, hasta los chavales.

*”Quedate con nosotros”*, ordenó Carmen, tomándole el pulso. *”Salvaste a ese chico. Ahora déjanos salvarte a ti.”*

*El Lobo* cerró los ojos, sonriendo al ritmo de aquella canción que, al final, le devolvió la humanidad que todos le habíamos negado.

**Lección aprendida:** A veces, los héroes llevan chaquetas de cuero y cicatrices. Y las canciones viejas salvan más vidas que los móviles.

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