Toda mi vida, junto a mi marido, nos privamos de todo para que nuestros hijos tuvieran más. Y ahora, en la vejez, nos encontramos completamente solos.
Desde jóvenes, renunciamos a nosotros mismos para que ellos no carecieran de nada. Pero al final del camino, cuando la salud se desvanece y las fuerzas escasean, en lugar de gratitud, solo quedan silencio y dolor.
Conocí a Luis desde la infancia. Crecimos en la misma calle, compartimos pupitre en el colegio. A los dieciocho, nos casamos. Una boda humilde, con apenas pesetas en el bolsillo. Meses después, supe que estaba embarazada. Luis dejó la universidad y se puso a trabajar en dos empleos, solo para llevar pan a la mesa.
Vivíamos con lo justo. A veces pasábamos días enteros comiendo solo patatas asadas, pero nunca nos quejamos. Sabíamos por qué lo hacíamos. Soñábamos con que nuestros hijos nunca conocieran la pobreza que nosotros sufrimos. Y cuando las cosas mejoraron un poco, volví a quedarme embarazada. Fue un miedo inmenso, pero seguimos adelante. Los hijos no se abandonan.
No teníamos ayuda. Nadie a quien dejarles, ningún familiar en quien confiar. Mi madre murió joven, y la suya vivía lejos, demasiado ocupada con su propia vida. Repartía mi tiempo entre la cocina y la habitación, mientras Luis trabajaba hasta el agotamiento, volviendo a casa con los ojos hundidos y las manos agrietadas por el frío.
A los treinta, ya tenía tres hijos. ¿Fue difícil? Sin duda. Pero nunca esperamos que la vida fuera fácil. No nacimos para navegar sin remar. Seguimos adelante, entre préstamos y noches sin dormir, hasta que logramos comprar pisos para dos de ellos. Nuestra pequeña, Lucía, soñaba con ser médico, así que ahorramos cada céntimo y la enviamos a estudiar al extranjero. Pedimos otro crédito y nos dijimos: “Lo lograremos”.
Los años pasaron como fotogramas de una película muda. Los hijos crecieron y se fueron. Cada uno con su vida. Luego llegó la vejez, no lenta, sino como un tren de mercancías, con el diagnóstico de Luis. Se debilitaba, se apagaba ante mis ojos. Lo cuidé sola. Sin llamadas, sin visitas.
Cuando llamé a nuestra hija mayor, Carmen, suplicándole que viniera, me respondió secamente: “Tengo hijos, tengo mi vida. No puedo dejarlo todo”. Poco después, una amiga me contó que la había visto en un bar, riendo con amigos.
Nuestro hijo Javier siempre estaba “ocupado”, aunque ese mismo día subía fotos a Instagram desde una playa en Mallorca. Y Lucía, la que sacrificamos todo por ella, la del prestigioso título europeo, solo me escribió: “Lo siento, no puedo faltar a los exámenes”. Y nada más.
Las noches eran lo peor. Me quedaba junto a la cama de Luis, dándole sopa con cuchara, tomándole la temperatura, sosteniéndole la mano cuando el dolor le retorcía el rostro. No esperaba milagros. Solo quería que supiera que aún importaba. Porque para mí, sí importaba.
Ahí lo entendí: estábamos solos. Sin apoyo, sin calor, ni siquiera el más mínimo interés. Les dimos todo: comimos menos para que ellos comieran bien, vestimos ropa gastada para que ellos llevaran moda, nunca viajamos para que ellos volaran al sol.
¿Y ahora? Ahora éramos una carga. Lo más cruel no era la traición, sino darse cuenta de que nos habían borrado. Fuimos útiles. Ahora… éramos un estorbo. Ellos jóvenes, vivos, con futuro. Nosotros, reliquias de un pasado que nadie quería recordar.
A veces oía la risa de los vecinos en el pasillo, los nietos que venían de visita. O veía a mi vieja amiga Margarita con su hija del brazo…
Mi corazón latía con fuerza cada vez que oía pasos, esperando que fueran ellos. Pero nunca lo eran. Solo repartidores o enfermeras para el vecino.
Luis murió una mañana gris de noviembre. Apretó mi mano y susurró: “Fuiste increíble, Lola”. Y se fue. Nadie vino a despedirse. Sin flores, sin prisas. Solo yo y la enfermera del hospicio, que lloró más que todos mis hijos juntos.
No comí en dos días. Ni siquiera herví agua para el té. El silencio era insoportable, denso como una manta mojada. Su lado de la cama permaneció intacto, aunque hacía meses que no dormía allí.
Lo peor es que ya ni siquiera sentía rabia. Solo un vacío doloroso. Miraba los retratos escolares en la estantería y pensaba: “¿En qué fallamos?”.
Unas semanas después, hice algo que nunca había hecho: dejé la puerta abierta. No por descuido, ni esperando a nadie. Solo porque… ya nada importaba. Si alguien quería llevarse las tazas rajadas o mi cesto de costura, que lo hiciera.
Pero no fue un ladrón. Fue un nuevo comienzo.
Eran las cuatro de la tarde lo recuerdo porque ponían uno de esos programas basura que siempre odié cuando oí un golpecito en la puerta. Una voz dijo: “¿Buenas tardes?”.
Me giré y vi a una chica en el umbral. Tendría unos veinte años, pelo rizado oscuro y un jersey demasiado grande. Parecía dudar, como si se hubiera equivocado de piso. “Perdone, creo que me he confundido”, murmuró. Podría haber cerrado la puerta. Pero no lo hice. “No pasa nada”, le dije. “¿Quieres un té?”. Me miró como si estuviera loca, pero asintió. “Sí, por favor. Sería genial”.
Se llamaba Aitana. Acababa de mudarse al piso de al lado después de que su padrastro la echara de casa. Bebimos té frío y hablamos de todo y de nada. Me contó sobre su turno de noche en el supermercado, cómo a veces se sentía invisible. “Me suena”, le dije.
Desde entonces, Aitana vino a menudo. A veces traía un trozo de tarta de plátano que decía que “no estaba muy buena”, otras, un puzzle usado que encontró en el contenedor de donaciones. Esperaba sus pasos con ilusión. No me veía como una carga. Preguntaba por Luis. Se reía de mis historias. Hasta arregló el grifo que goteaba sin que se lo pidiera.
Y luego, en mi cumpleaños el que mis hijos olvidaron, trajo un pastelito con “Feliz cumpleaños, Lola” escrito en azúcar. Lloré. No por el pastel. Porque ella lo recordó.
Esa misma noche, Lucía me escribió: “Siento no estar. Estoy ocupada. Espero que estés bien”. No una llamada. Solo un mensaje. ¿Y sabes qué? No me dolió. Me sentí… libre. Libre de esperar que fueran quienes yo imaginé. Libre de años de humillación, de mendigar migajas de atención. Dejé de perseguirlos.
Volví a salir. Me apunté a un taller de cerámica. Planté albahaca en la ventana. A veces Aitana cena conmigo. Otras veces, no. Y está bien. Ella tiene su vida, pero me hace un hueco en ella.
La semana pasada llegó una carta. Sin remite. Dentro, una foto antigua: los cinco en la playa, con las mejillas quemadas y sonrisas sin dientes. Al dorso, tres palabras: “Lo siento mucho”. No reconocí la letra. Quizá era de Carmen. O no. La puse en la estantería, junto al lugar donde Luis dejaba las llaves. Y susurré: “Está bien. Te perdono”.
Porque esta es la verdad que nadie te dice: ser necesario no es lo mismo que ser amado. Nos necesitaron toda la vida. Solo ahora, en el silencio, empiezo a entender el amor verdadero. Es quien