Mi hijo me dejó en una residencia de mayores y ahora me pide dinero para su boda.
Nunca pensé que mi vejez oliera a lejía y puré frío.
Me imaginaba a los setenta con los labios pintados de carmín, bailando sevillanas los domingos en la plaza Mayor, coqueteando con los viudos del casino y tomando café con churros mientras discutía de fútbol o de la última serie de televisión.
Pero no.
La vida me ha traído a “Amanecer Dorado”, un nombre que suena bonito pero tiene más pasillos vacíos que una estación de tren a medianoche.
Mi hijo me dejó un miércoles, justo después de la siesta.
Mamá, aquí estarás mejor me dijo con esa voz de cordero asustado que usa cuando sabe que va a portarse mal. Tendrás compañía, cuidados médicos, talleres de manualidades…
Ah, estupendo le contesté. Pues déjame también la tarjeta del banco, así me compro un viaje recreativo por el Mediterráneo.
No respondió. Me dio un beso rápido, de esos que das cuando quieres escapar antes de que te hagan sentir remordimientos, y se fue.
Me quedé mirando el techo, blanco como la nieve, con ese olor a desinfectante que se te pega a la piel, pensando que si esto era “lo mejor para mí”, prefería mil veces lo peor.
Los primeros días fueron un caos. No podía dormir: mi compañera, Dolores, ronca como si tuviera un motor dentro del pecho; y la otra, Rosario, esconde las zapatillas de todos “para ver si alguien las echa de menos”, como si fuera un juego de detectives.
Pero me acostumbré. A los mayores nos subestiman, y no saben lo resistentes que somos cuando no hay alternativa.
Hago gimnasia suave (aunque parezco una muñeca desvencijada), juego a la lotería dos veces por semana y, de paso, he hecho migas con un señor encantador, don Antonio, que me pide matrimonio cada tarde.
Señora, usted y yo haríamos buena pareja me dice con un clavel de mentira en la mano.
Claro, Antonio, pero primero acuérdate de mi nombre le respondo siempre.
Él se ríe. Yo también. La verdad es que no me va tan mal como pensaba.
Hasta que un domingo, mi hijo apareció sin avisar. Llevaba esa sonrisa de niño pillado que conozco desde que tenía seis años: la sonrisa de “mamá, necesito un favor”.
¡Maaaamááá! dijo, alargando las sílabas como cuando quería que le comprara chuches.
Dime, ¿qué has roto ahora? pregunté, cruzando los brazos.
Nada, mamá. Es que me caso.
Lo miré con el ceño arqueado.
¿En serio? ¡Vaya noticia! No sabía que había alguien tan valiente.
Se rió, incómodo. Yo no.
Bueno, mamá, como las bodas son caras pensé si podrías echarme un cable.
¿Un cable? ¡Si me sacaste de casa y me metiste aquí porque decías que no tenías sitio! ¿Y ahora quieres que te pague el banquete?
Me miró con ojos de perrito abandonado. Yo lo miré con la mirada de una madre que ya ha visto demasiados perritos y sabe que siempre muerden el mismo zapato.
A ver si lo entiendo seguí. Me dejas aquí, rodeada de ancianos que se pelean por el mando a distancia, y ahora quieres mi dinero para comer jamón ibérico en tu boda.
No es solo jamón, mamá, es un salón de lujo.
Lujo el de mi bolsillo. ¿Por qué no os casáis aquí? Mis amigas de la lotería pueden ser damas de honor y don Antonio oficia la ceremonia. ¡Hasta sabe decir “sí, quiero”!
Se puso rojo como un pimiento.
Mamá, hablo en serio.
Yo también contesté. Y si queréis fiesta, hacedla a la española: cada uno trae su tortilla y todos contentos.
Se llevó las manos a la cabeza.
No puedo creer que no quieras ayudarme.
Ay, cariño le dije. Ya he ayudado bastante: te di la vida, te limpié los mocos, te consolé cuando te dejó tu primer amor y hasta te firmé el préstamo de la moto. Mi contrato de madre banquera caducó hace años.
Se quedó callado. La enfermera, que pasaba por allí, me guiñó un ojo. Creo que todas las abuelas de la residencia me habrían vitoreado.
Al final, no le di dinero. Pero sí algo mejor: un consejo, de esos que valen más que un talón.
Escúchame bien, hijo. Para casarse hacen falta tres cosas: amor, paciencia y ganas de compartir la vida. Lo demás el salón, la tarta, las flores se paga a plazos. Y esos plazos no los voy a pagar yo.
Él suspiró, me dio un beso en la frente y se fue cabizbajo.
Yo me quedé mirando por la ventana del comedor, con una sonrisa. Porque entendí que aún tengo algo que darle: no euros, sino sabiduría.
Esa noche, don Antonio volvió a proponerme matrimonio.
¿Qué me dice, vecina? ¿Nos casamos y celebramos con tortilla en el comedor?
Solo si prometes no roncar en la noche de bodas le respondí.
Nos reímos los dos.
Y mientras la residencia se iba quedando en silencio, con su olor a sopa de cocido y a recuerdos, pensé que quizá no estoy tan mal aquí. Sigo siendo útil, sigo enseñando, sigo viva.
Y cuando llegue el día de la boda de mi hijo si me invita, claro, pienso ir vestida de rojo, con el bastón más reluciente del lugar, y brindar con mis amigas de la lotería.
Porque, aunque me haya dejado en este sitio, aún tengo algo que él no tiene: experiencia y mucho humor.