Hace cinco años, el mundo de Luis Manuel se derrumbó y renació de las cenizas con una luz deslumbrante. Su hija Marta, un ángel de seis años, comenzó a debilitarse. Su sonrisa, que antes iluminaba hasta los rincones más oscuros, se volvió cada vez más rara. Los médicos, primero cautelosos y después fríos como el hielo, le dieron el diagnóstico: un tumor cerebral incurable. Una palabra que no podía pronunciarse sin temblar. Pero para Marta no fue una sentencia, sino un desafío que enfrentó con la dignidad de una reina.
Luis y Elena, con el corazón destrozado antes de siquiera entender que podía romperse, hicieron lo imposible por darle a su hija una vida normal. Soñaban con que Marta fuera al colegio, aprendiera las letras, contara números y leyera un cuento antes de dormir. Lo que para muchos era cotidiano, para ellos era una hazaña.
Contrataron a una profesora, Doña Carmen, una mujer de manos cálidas y corazón sabio. A las dos semanas, notó algo alarmante: tras cada media hora de clase, Marta sufría un fuerte dolor de cabeza. La niña se apretaba las sienes, palidecía, pero insistía en seguir. “Quiero aprender”, decía. “Tengo que hacerlo”. Doña Carmen, sin poder callarse, les aconsejó a los padres que la llevaran al médico. “Esto no es solo cansancio. Hay que revisarla. En serio”.
Elena, con la intuición de una madre, supo que algo andaba mal. Consiguió una cita para ese mismo día. A la mañana siguiente, toda la familia Luis, Elena y Marta, frágil como una flor de primavera fue al hospital. Luis, un hombre de negocios seguro de sí mismo, se repetía: “Son cambios de la edad. El cuerpo crece. Pasará”. No podía admitir que su hija estuviera enferma. Marta era un milagro, la hija que llegó cuando ya no esperaban tener hijos, a los 37 años. Cada mañana susurraban: “Gracias, Señor, por ella”. Y ahora, Dios parecía reclamarla.
Tres horas eternas pasaron en la clínica. El médico fue frío como el viento de invierno. Al día siguiente, dejando a Marta con la niñera, los padres volvieron por los resultados. El silencio y la mirada grave del doctor lo dijeron todo. “Su hija tiene un tumor cerebral. El pronóstico no es bueno”.
Elena se tambaleó como si la hubieran golpeado. La cara de Luis se petrificó. No podía creerlo. Era una equivocación del universo. Fueron a otra clínica, luego a otra, y otra más. El diagnóstico era siempre el mismo.
Comenzó la batalla. Una lucha por cada día, por cada respiro. Vendieron el negocio, la casa, el coche. Viajaron a Estados Unidos, Alemania, Israel. Pagaron tratamientos experimentales, las mejores clínicas, falsas esperanzas. Pero la medicina se rindió. Marta se apagaba, lenta e inevitablemente, pero siempre con una sonrisa.
Una tarde, mientras el sol teñía la habitación de oro, Marta le dijo a su padre: “Papá, me prometiste un perrito por mi cumpleaños. ¿Te acuerdas? Quiero jugar con él… ¿Llegaré a hacerlo?”.
El corazón de Luis se partió. Le apretó la manita, miró sus ojos llenos de luz y susurró: “Claro, mi niña. Te lo prometo. Y jugarás con él, sí”.
Elena lloró toda la noche. Luis, frente a la ventana, le habló a la oscuridad: “¿Por qué te la llevas? Es tan buena, tan luminosa… ¡Llévame a mí! ¡Yo no le importo a nadie, pero ella sí!”.
A la mañana siguiente, entró en silencio a la habitación de Marta con un cachorro dorado de ojos bondadosos. El perrito se escapó de sus brazos, corrió como un rayo y saltó a la cama. Marta abrió los ojos y, por primera vez en meses, rió. “¡Papá! ¡Es precioso! Se llamará Zeus”.
Desde entonces, no se separaron. Zeus fue su sombra, su protector, su voz cuando las palabras ya no salían. Los médicos le dieron seis meses. Vivió ocho. Quizás el amor por Zeus le dio fuerzas para luchar. O quizás fue un regalo del cielo, un regalo que seguiría vivo.
Cuando Marta ya no pudo levantarse, le habló a Zeus: “Pronto me iré, Zeus. Para siempre. Quizás me olvides… Pero quiero que recuerdes. Toma, esto es para ti”. Le quitó un pequeño anillo de oro del dedo y lo colgó en su collar. “Ahora sí me recordarás. Prométemelo”.
Días después, Marta se fue. En silencio, en brazos de sus padres, con Zeus a su lado. Elena perdió la razón del dolor. Luis se volvió un extraño para sí mismo. Y Zeus dejó de comer, se sentó en la cama, miró al vacío y esperó. A la semana, desapareció. Lo buscaron por todos lados: parques, calles, sótanos. Sentían culpa, porque no era solo un perro, era el último regalo de Marta, su alma hecha amor y lealtad.
Pasó un año. Luis abrió una tienda de empeños y joyería. La llamó “Zeus”. Cada joya guardaba un recuerdo, cada venta un eco de su risa.
Una mañana, su fiel ayudante, Sofía, le dijo: “Don Luis, hay una niña llorando. Sal de favor”. En el recibidor, se congeló. Ante él estaba una niña de nueve años, con ropa gastada, ojos asustados… y los mismos ojos oscuros, profundos como la noche, llenos de dolor y esperanza, que los de Marta.
“¿Qué pasa, cariño?”, preguntó con suavidad. “Me llamo Lucía”, musitó. “Tengo un perro… se llama Canelo. Lo encontré sucio y hambriento. Lo salvé. Le daba de comer como podía… hasta robaba comida. Mi tía me pegaba por eso. Vivíamos en un sótano. Él me protegía…”. Su voz tembló. “Hoy unos chicos lo envenenaron. Se está muriendo. No tengo dinero para el veterinario. Tome este anillo. Estaba en su collar. Por favor, ayúdeme”.
Luis miró su mano. El suelo se hundió bajo sus pies. Era el mismo anillo. Pequeño, de oro, con un arañazo en el interior, la marca de un dedito infantil.
Cayó de rodillas. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Todo cobró sentido. El mundo giró y volvió a aclararse. “Póntelo”, susurró, devolviéndole el anillo. “Su dueña… se alegraría de que lo cuidaras como ella cuidó a Zeus”.
“¿Zeus?”, preguntó Lucía, confundida. “Te lo explicaré. Ahora, vamos. Rescataremos a Canelo”.
Llegaron a una casa ruinosa. El sótano era húmedo y oscuro. Allí, en un colchón viejo, yacía el perro. Flaco, respirando con dificultad. Pero cuando Luis entró, el perro abrió los ojos y lamió su mano. “Zeus…”, susurró Luis. “Mi viejo amigo, te encontramos”.
En la clínica, los veterinarios lucharon por su vida. Lucía rezaba. Elena, llegando al final, abrazó a la niña: “Ven con nosotros. Juega con Zeus. Te estaba esperando”.
En una hora, Zeus estuvo a salvo. Y Lucía, en una nueva vida.
Iba todos los días. Elena la vestía como a una princesa: vestidos, lazos, horquillas. Pero un día, Lucía no apareció. Zeus se inquietó, olfateó el aire. “Algo pasa”, dijo Elena. “Vamos”, respondió Luis. “Zeus sabe el camino”.
Llegaron a la casa. El portal olía a moho y desesperación. Una mujer borracha les abrió, pero Zeus pasó corriendo y entró en una habitación. Lucía estaba en la cama,