«¿Me podrías pasar una lista de tus servicios?» preguntó Valeria con ironía, dándose cuenta de que sus “gangas familiares” se habían convertido en deudas y enredos.
Oye, ¿puedo hacerte una pregunta? Valeria dejó un plato de cocido madrileño delante de su suegra y la miró con dureza, quizás demasiado. ¿Por qué vienes a casa todos los días? ¿Es que hemos abierto un comedor social o un taller de “Humilla a tu nuera”?
Esperanza, una señora de sesenta y cuatro años con una expresión perpetua de desaprobación como si el mundo entero le hubiera quedado mal, la midió con la mirada. Las arrugas de sus labios se tensaron en un lazo malicioso.
Primero comenzó, sin tocar el cocido, soy tu suegra. Segundo, si cocinases bien, no tendría que venir. Y tercero se inclinó hacia delante, quiero asegurarme de que no estás envenenando a mi hijo.
Iván, el marido de Valeria de treinta y ocho años, estaba sentado entre ellas como el jamón en un bocadillo. Un jamón que empieza a sudar y trata de escurrirse del pan sin que nadie lo note.
Mamá, ¿otra vez? farfulló él, jugando con un trozo de pan. El cocido está bien.
¡Ah, “está bien”! lo imitó su madre. ¡Para ti todo está bien con ella! Su trabajo cutre en el colegio por cuatro duros, su ropa barata, este cocido ¿Lo has hecho con los restos de la basura?
Valeria respiró hondo. Siempre respiraba cuando tenía que morderse la lengua. Pero esta vez la respiración no bastó.
Pues no te lo comas. Nadie te obliga. La puerta está ahí, Esperanza. ¿O has venido otra vez a contarme que la ex de tu hijo hacía mejor el cocido y que él era más feliz?
Iván se removió, como si le hubieran enchufado una plancha debajo de la silla.
Vale, ya, ¿por qué empiezas?
¡Ahí vamos! saltó la suegra. ¡Como si fueras la reina de los pucheros! Por cierto, la Elena (sí, la ex de mi hijo) trabajaba, tenía la casa impecable y no avergonzaba a su marido.
Elena. La famosa Elena. La exmujer de Iván. Una leyenda, omnipotente, perfecta. Se fue ella sola, dicho sea de paso. Con dignidad. Pero Esperanza la canonizaba cada dos por tres.
Pues vete a comer el cocido con ella, si tanto la admiras espetó Valeria, sintiendo cómo la rabia le hervía por dentro. Igual que ese maldito cocido.
Iván se puso rojo, pero clásico solo dijo:
Bueno, basta. Mamá, dejemos a Elena fuera de esto.
La suegra se levantó, se ajustó el jersey (con los codos gastados) y, mirando a Valeria, soltó con veneno:
Si tuvierais dinero, y no esos sueldillos de maestra, cantarías otra cosa. Pero no, aquí estáis, sin un duro y sin futuro. Y yo, por cierto, me preocupo por vosotros. ¡No puedo pasarme la vida rescatándoos de vuestros errores!
¿Nos rescatas? repitió Valeria, apoyando las manos en la mesa. ¿Me podrías pasar una lista de tus servicios? Porque no me he enterado
Mamá tiene razón intervino Iván de pronto. Val, sabes lo difícil que está todo. Créditos, precios Ella solo quiere lo mejor.
Valeria guardó silencio. Solo lo miró. Y, en ese momento, lo entendió con total claridad: nada iba a cambiar. Jamás.
Por la noche, cuando Esperanza por fin se fue, dando un portazo tan fuerte que hizo caer un bote de garbanzos de la estantería, Valeria se quedó en la cocina preguntándose una sola cosa: «¿Qué demonios hago aquí?».
El teléfono vibró. Un SMS: «Valeria, llama urgente. Notario. Asunto de tu tía Lola».
La tía Lola La verdad, Valeria ni siquiera recordaba cuándo la había visto por última vez. Vivía en Toledo. Soltera. Un poco rara. Bueno, no rara rara, sino de esas abuelas con ideas peculiares pero inofensivas.
Llamó. Una voz seca y profesional:
¿Valeria? Soy el notario López. Respecto a la herencia de tu tía Lola. Te ha dejado todos sus bienes.
¿Cómo? preguntó Valeria, limpiando mecánicamente la encimera mojada.
Todos sus bienes. Incluido un depósito bancario. Quinientos mil euros. Ven a firmar los papeles.
Valeria se sentó. Luego se levantó. Luego volvió a sentarse.
Quinientos mil. Euros.
Se quedó mirando la pared. Un minuto. Otro. Entonces Iván entró en la cocina, con cara de satisfacción, una bolsa del Mercadona y un alegre:
Oye, ha llamado mamá dice que quizá deberías pedir la baja maternal. ¿Para qué trabajar en el cole por cuatro perras?
Ajá respondió Valeria, mirando a través de él.
Las noticias se esparcieron más rápido que un chisme en un pueblo.
A la mañana siguiente, Esperanza ya estaba en la puerta con aire de suficiencia y una bolsa.
Hija mía cantó con voz dulce, de esas que dan ganas de tirarse por la ventana, ¡felicidades! Sabía que eras un bendición para esta familia. Hasta el cocido ha mejorado. Por cierto debemos hablar de cómo gestionar ese ejem dinero. Para que dé beneficios, ¿entiendes?
¿Qué dinero? preguntó Valeria secamente, sabiendo que la función acababa de empezar.
Venga, no seas así agitó las manos la suegra. ¡Ahora tienes dinero! Iván me lo contó. Mira deberías abrir una cuenta a mi nombre. Más seguro. Nunca se sabe
Claro asintió Valeria, apretando la taza hasta blanquear los nudillos. Nunca se sabe
Iván, en ese momento, fingía arreglar el mando de la tele en el salón. Buscaba algo en el suelo, como si su dignidad se le hubiera caído entre las baldizas.
No tengas miedo siguió Esperanza, paseándose por la cocina como una inspectora municipal. El dinero es para la familia. ¡Todo por la familia! No es por mí, es por vosotros.
Valeria se levantó. Tranquila. Lenta.
Iván. Dime, ¿tus padres también podrían abrirme una cuenta a mi nombre? Para, ya sabes, por si acaso. Total, el dinero es de la familia, ¿no?
Val, vamos mamá solo quiere ayudar
¿Ayudar? Valeria sonrió con sorna. Entonces que firme un papel diciendo que me devuelve el dinero. Y hablamos.
La suegra se irguió.
¡¿Qué tono es ese?! ¡¿Sabes con quién estás hablando?!
Valeria la miró. Muy fijamente.
Sí. Con alguien que llevó cinco años diciéndome que no valía nada. Y que ahora, de repente, lo ha olvidado.
La suegra se quedó quieta. Luego se sentó. Justo en el taburete. Y soltó la frase que quedó flotando en el aire como el olor a pescado pasado:
Bueno, qué más da. Ahora somos familia. Y la familia es sagrada.
Iván calló. Con mucho esfuerzo.
Y Valeria, por primera vez en años, pensó ¿y si probaba cómo era la vida sin esa “familia sagrada”?
Cuando Valeria salió del portal con una maleta, la vecina Pilar, que estaba junto al contenedor con su eterna cara de pocos amigos, le gu